Mujer y trabajo: una interminable historia de acoso, desigualdad y exclusión

Por María Teresa Canelones Fernández

Según la ONU, “en el mundo las mujeres ganan solo el 60 y el 75 por ciento del salario. Dedican entre 1 y 3 horas más que los hombres a las labores domésticas, y entre 2 y 10 veces más de tiempo diario a la prestación de cuidados de los hijos, personas mayores y enfermos”. En la Argentina miles de mujeres siguen siendo explotadas en talleres de costura ilegales, ganando aproximadamente 80 pesos por cada jean, que la marca cobra a 3.000 pesos al público

 

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“Kikirikí”, ¡cantó el gallo!

Son las 5 de la mañana. Las mujeres labran la tierra y cuidan el ganado.

Las mujeres atienden peones, cocinan a leña, lavan a mano, atienden al marido y crían generaciones en algún campo de América Latina, Asia, África, Europa y el Norte.

Por esos predios, caminan descalzas, montan a caballo, alimentan vacas y gallinas, cosechan miel de abejas, y celebran las verduras dándoles bocados a los perros y gatos que circundan sus “fincas”, o las “fincas” de los dueños para quienes trabajan. Ellas, casi siempre, no aplican para la obtención de créditos, pero siguen cultivando la tierra con alegría, y su participación en la economía mundial crece.

Son las 5 de la mañana y las campesinas dicen “salud” con: café, tinto, guayoyito, y mate. Las mujeres rurales de cualquier nacionalidad, las que también garantizan la seguridad alimentaria del planeta, “aunque su trabajo sea subestimado y poco remunerado”.

“Duerme, duerme negrito, que tu ‘mama’ está en el campo, negrito”, se escuchan los acordes, y las grandes anónimas la cantan. “Kikirikí” es igual a mujer y trabajo. La mujer, hormiguita productiva y leona en la Primera y Segunda Guerra Mundial: 350 mil hijas, madres, hermanas, enfermeras y estudiantes convertidas en soldadoras y operarias de maquinaria pesada, fabricadoras de aviones, de bombas y de armas. Mujeres de diferentes culturas y estratos sociales al servicio de la violencia justificada y enternecida por las ideologías y las religiones.

En el siglo XIX el universo de la mujer se reducía a tareas domésticas. Estudiar, participar en decisiones políticas y disponer de sus bienes enfilaban un territorio cabizbajo de utopías, pero con la industrialización comenzó a ganar espacio en lo económico, familiar y en la sociedad. Por ejemplo, en Puerto Rico trabajaban como telefonistas, en oficinas, fabricando tabaco, confeccionando sombreros de paja y como costureras.

Décadas antes, 129 obreras textiles inmigrantes de Europa del Este e Italia murieron calcinadas en el taller Triangle Shirtwaist en Nueva York. Exigían 8 horas de trabajo, un salario igual al de los hombres y tiempo para estar con sus hijos. A partir de este suceso comenzaría una historia de mejoras salariales para la mujer en el mundo y sindicatos internacionales de mujeres de trabajadoras textiles; sin embargo, en la actualidad miles de mujeres en Argentina siguen siendo explotadas en talleres de costura ilegales, pertenecientes muchos de ellos a empresarios de nacionalidad boliviana.

Según datos de la ONG La Alameda, en Buenos Aires hay 3 mil talleres ilegales en los que trabajan casi 20 mil mujeres, la mayoría de origen boliviano. Así que “el 78% de las prendas que se fabrican y venden en el país proviene de mano de obra esclava”. Ganan aproximadamente 80 pesos por cada jean, que la marca cobra a 3.000 pesos al público.

Una nota del Tiempo Argentino revela que en el incendio del taller de la calle Luis Viale, registrado el 30 de marzo de 2006, murieron seis personas, de las cuales cuatro eran niños. En este taller “vivían más de 60 personas, había más de 20 niños, funcionaban más de 30 máquinas de coser, pero solo estaba habilitado para alojar cinco. Había un solo baño, y los trabajadores reducidos a la servidumbre con jornadas laborales de 18 horas”.

 

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Gabriela de Laperriére, periodista y activista de salud pública franco-argentina, a finales de 1800 reflexionaba sobre la vida de la mujer en el mercado laboral, exponiendo que las mujeres trabajaban antes y después de salir de su jornada por los oficios que realizaban en el hogar.

María Eugenia Alías, en su tesis Reflexiones acerca del lugar de la mujer en el mercado de trabajo argentino (2006), de la Universidad de La Plata, destaca que según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en América Latina la mayoría de las mujeres comenzó a trabajar en la década de los 80 como resultado del empobrecimiento de las familias y la necesidad de incrementar los ingresos monetarios por la crisis de la deuda externa que sufrió la región. En la Argentina la participación laboral femenina fue creciendo con la crisis del “Plan Austral”, la hiperinflación de 1989, la crisis del “tequila” y la recesión iniciada en 1998. 

Lucía Martelotte, del Equipo Latinoamericano de Justicia y Género (ELA), argumenta que, “las tareas de cuidados de niños, de ancianos y personas con discapacidad recae por lo general sobre las mujeres, lo que hace que muchas veces no podamos incorporarnos al mercado laboral o lo hagamos en peores condiciones que los varones”.

“Los lugares a los que acceden las mujeres tienen menos valor en el mercado, por ejemplo: ¿por qué vale más hacer un auto que cuidar personas, si son dos trabajos fundamentales para la sociedad? Esta es una desigualdad social y de género. Basta la violencia y la desigualdad contra las mujeres, hay que mostrar el valor de su trabajo, el cual genera riqueza para las familias, las comunidades y las naciones”, destaca Estela Díaz, secretaria de Género de la Central de Trabajadores de la Argentina.

El trabajo doméstico de las mujeres continúa siendo invisible porque no genera dinero, mientras que el trabajo del varón es sobrevalorado. Las tareas domésticas son un trabajo y deben ser remuneradas, por lo que diversos movimientos feministas en el mundo, entre ellos el Sindicato de Amas de Casa de la República Argentina (SACRA), continúa luchando por dignificar al género través de las leyes.

 

“Actualmente las mujeres profesionales pueden delegar las tareas del hogar pero siempre en otras mujeres, como la empleada doméstica, es decir, el género las une, pero la clase las separa”. Canal Encuentro: Programa / Mujeres: Lo personal es político (2011)

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Mi historia en Colombia

En febrero de 2018 llegué a Bogotá con 300 dólares. Un par de zarcillos y un anillo de oro financiaron mi viaje. En principio vendía tortas por las gélidas calles de Suba y trabajaba en una tienda naturista que cerró el Ministerio de Salud. Ejercitar la memoria con una infinita lista de medicamentos fue la recompensa de este fugaz entrenamiento sin remuneración.

El tercer domingo de marzo, en un bus con destino al municipio de Armenia, entendí que llega un momento en el que nos entregamos a la divinidad. Me esperaba un primo hermano –con el que atravesé la frontera entre Venezuela y Colombia– y trabajaría como doméstica en la casa de su jefe.

“Aquí está la escoba y el trapero”. “Con esta esponja lavas la loza”. “Esta es la crema para limpiar los zapatos”. “No olvides regar las plantas”. “Deja que los huevos queden bien cocidos”. Un aficionado al fútbol con disciplina fitness me orientaba en los quehaceres, que siempre fueron ajenos a mis convicciones y practicidad femenina. Durante una semana las labores invisibles se convirtieron en un universo de detalles por cuidar y resultaron un elevado manjar de posibilidades, abiertas al servicio. Por primera vez valoré conscientemente la titánica jornada del ama de casa. Entendí que es un acto de valentía servir a los demás y que no solo la necesidad basta para hacerlo. “Niña, ya le estás cogiendo el hilo a la planchada”, llegó a decirme coloquialmente el señor de la casa. Deduje que ante la duda del conocimiento, la sensibilidad del oficio sería mi indiscutible premisa en adelante.

 

“El hombre dice ‘mi mujer’ con el mismo tono de voz que dice ‘mi caballo’, ‘mis botas’. La mujer puede tener otra influencia que no sea la de las ollas, otra misión que no sea la de las costuras, otro porvenir que no sea el rol de la ropa sucia”. Juana Manso, escritora argentina (1819-1875)

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“La vuelta del Malón”, de Ángel Della Valle (1892). Muestra a la mujer como trofeo de guerra, objeto de deseo, mano de obra esclava y vientre acto para la reproducción

Adriana Valobra, doctora en Historia, cuenta que “a finales del siglo XIX, Amalia Pelliza vivió una vida de encierro doméstico dispuesto por su marido y, aunque apeló a la Justicia, no consiguió que se oyeran sus reclamos”. Mientras que a principios del siglo XX, Amelia, una trabajadora de la empresa telefónica que destacaba por su desempeño, fue despedida cuando notificó que contraería matrimonio, porque dentro de la política de la compañía figuraba terminantemente el no emplear a mujeres casadas.

La participación de la mujer en el mercado laboral es desigual y excluyente. Muchas no tienen oportunidades de ascenso, otras son despedidas durante sus embarazos e innumerables sufren acoso y son víctimas de comportamientos machistas y misóginos en sus espacios de trabajo. Por ejemplo, las migrantes son vulnerables en cualquier escenario en el que se desenvuelven, sobre todo si son identificadas como solteras o sin ninguna referencia familiar masculina cercana. Explotadas y subempleadas, “muchas mujeres en el mundo pueden llegar a ser incluso más pobres con la jubilación”.

Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en un informe de 2018, en el mundo las mujeres ganan solo el 60% y el 75% del salario. “Dedican entre 1 y 3 horas más que los hombres a las labores domésticas, y entre 2 y 10 veces más de tiempo diario a la prestación de cuidados de los hijos, personas mayores y enfermos”.

 

mujeres empleo informalFuente: Organización de las Naciones Unidas

 

El informe también arrojó que “existen diferencias de género en la legislación”, pues de las 143 economías estudiadas por la ONU, “79 economías poseen leyes que limitan el tipo de empleo que las mujeres pueden ejercer, y en 15 economías, los esposos pueden oponerse a que sus esposas trabajen e impedirles que acepten un empleo”.

En 2013, en Estados Unidos, “las mujeres de todos los grupos raciales y étnicos más numerosos ganaban menos que los hombres del mismo grupo y además ganaban menos que los hombres blancos. Y los ingresos obtenidos en una semana de trabajo a tiempo completo ubicaban a las mujeres hispanas en un escalón inferior al de los hombres hispanos”.

El mismo estudio reveló que “las mujeres representan en promedio el 43% de la fuerza de trabajo agrícola en los países en desarrollo. Esto varía considerablemente según la región, desde un 20% o menos en América Latina a un 50% o más en algunas partes de Asia y África”.

Otro de los datos de esta organización es que “las mujeres, las niñas y los niños sufren los principales efectos negativos de la recolección y transporte de combustible y agua. Puntualmente las mujeres destinan 16 millones de horas diarias a la recolección de agua potable; los hombres dedican 6 millones de horas; y las niñas y niños, 4 millones de horas”.

 

 

La intervención de la mujer en el ámbito laboral, un trabajo de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo de México (2008), señala que “en Afganistán existe una de las mayores concentraciones en todo el mundo de hogares encabezados por mujeres debido a la sequía, la guerra, las minas terrestres y la emigración por motivos económicos. El 60% de la población está compuesto por mujeres, en algunas familias todos los hombres se han ido y las mujeres han quedado aisladas en sociedad patriarcal tradicional”.

“A lo largo de los decenios de crisis, las campesinas afganas han desempeñado una importante función en la subsistencia del país, pues se ocupan de la producción pecuaria –cría de animales–, así como de la producción de lácteos, de cereales, de la elaboración de la fruta y de la atención de las aves de corral. Aunque la mayoría son analfabetas, cuentan con conocimientos de veterinaria que las ayudan a mantener sanos a sus animales y a proteger los ingresos y la alimentación de sus familias”, destaca la investigación.

María Magdalena Eceizabarrena, en su trabajo de grado Mujer y trabajo (2003) para la obtención de la licenciatura en Sociología en la Universidad de La Plata, argumenta que “las mujeres de clase media no solo trabajan para sostener su nivel de vida, sino que también lo hacen por satisfacción personal. En cambio las mujeres de sectores populares trabajan para garantizar la sobrevivencia de sus familias”.

Y otro trabajo sobre la Discriminación de la mujer en el ámbito laboral (2006), de la Universidad de San Carlos de Guatemala, cuenta que en la nación centroamericana uno de los rasgos de discriminación laboral contra la mujer es el hecho de dudar de su capacidad intelectual y creativa. “El hombre supone que toda mujer que contesta el teléfono es una simple secretaria que solo sirve para tomar apuntes, y es considerada como un objeto de propiedad y un objeto decorativo en la oficina”. 

Mientras que la investigación doctoral Discriminación femenina en el ámbito laboral (2015), de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de la Facultad de Psicología de España, narra que en ese país “solo un tercio de los puestos directivos medios de la pequeña y mediana empresa están ocupados por mujeres, y en los de alto nivel, el predominio masculino es todavía más patente”.

 

Pulir baldosas al son del vallenato

En Bogotá pasaba mis días puliendo las envejecidas baldosas de un docente jubilado de 86 años de edad, quien resultó ser primo hermano de Dina Luz Cuadrado, la segunda esposa de Rafael Escalona, uno de los más importantes compositores del vallenato. Un día, mientras regaba el limpiajuntas en el baño, apareció la abuela de mi infancia –a quien se le quemaban las arepas por ver la novela del valduparense– para entonar conmigo el “Oye morenita, te vas a quedar tú sola”.

También llegué a desempeñarme como mesera en restaurantes y panaderías. Las particularidades de este oficio iban desde la calidad en la atención que debías darle a la clientela variopinta, hasta la pinta que debías usar “sin derecho a pataleo”. Zapatos con una o dos tallas de más, camisas gigantes o supremamente ajustadas y gorros salchichonescos eran la irreductible presentación que junto a la rapidez, el equilibrio y la coordinación debían quedar altamente demostradas a la hora de ofrecer el menú y servir la mesa. Pero la presteza disminuía una vez que se entraba a la cocina y había una montaña de platos sucios que esperaban ansiosos por un desprendimiento de grasa. Diez horas de frenéticas carreras despedían el día. “Aquí tiene sus 12, 15 o 25 mil pesos”. No más de esa cantidad llegué a ganar en mis peripecias como mesera.

En Armenia también estuve como mucama de hotel. Allí la infraestructura por limpiar era minúscula en comparación al fanatismo religioso con matices xenófobos de su empleador. Me llamaba “Chiqui” y a veces se le escapaba la ternura. Decía: “Cuidado con las travesuras”, “Jehová te vigila”, “La pereza es del diablo”, “Eso es pa’ que aprendan”, “Venezuela también es mi país”, “No te vayas sin tomarte la leche y comerte el pan”. Desde niña, las toneladas de alabanzas a Dios me generan sospecha. Aún así, formo parte de la contradicción. “Dios le pague, señor Alex. Espero que me llame pronto”.

Pero a pesar del absurdo, la certeza de la diversidad se impone en cualquier terreno y saluda a la cotidianidad en sus múltiples escenarios. Entonces, comienza una historia de sabores que seducen el paladar e invitan a un cóctel de humor. Te reconoces en el mar de la condición humana vendiendo tinto y descubres que es un acto social y espiritual que nos une como excusa para comunicarnos siempre. Te reconoces vendiendo jugo de naranja y hueles la fertilidad. Y la música siempre te acompaña, y la radio se convierte en tu mejor amiga. Comulgas y danzas entre semáforos, ires y venires, entre perros domésticos y callejeros, y observas el lienzo de la vida, y respiras arte.

María Elizabeth Palencia, psicóloga egresada de la Universidad Central de Venezuela (UCV), radicada en Colombia, argumenta que “todos tenemos una herencia de capacidades, habilidades innatas. Vimos a nuestros padres y abuelos desempeñar oficios y artesanías con maestría. Sin embargo, por muchas razones nos dedicamos a otras profesiones académicas. Llegado el momento, y la necesidad, redescubrimos esas capacidades innatas al ejecutarlas, y para sorpresa de nosotros, las realizamos con facilidad y nos llenan de felicidad. Es nuestra memoria ancestral”, explicó Palencia, en relación a lo positivo experimentado por los migrantes, sobre sus habilidades memorísticas y motrices en diversos trabajos informales.

A la mujer no le pesa el trabajo sino la cultura machista que lleva ancestralmente en la espalda. Conocer y reconocer la poderosa obra de la mujer en sus diferentes escenarios es un honor y una bendición. Ninguna literatura, política o ley jamás podrá representar y dignificar el trabajo realizado por las generaciones de abuelas, de madres, de jóvenes y de niñas, destinadas desde su nacimiento –por decisión o circunstancia– a servir. La mujer es la personificación del amor y es, sin duda, la mayor referencia para promover la cultura del trabajo desde el respeto, la inclusión y la igualdad de género.