En aras de la simplicidad by Jeremías Camino

Fue despertándome de un sueño, en el que se me presentaba una bifurcación de un camino, que se desviaba hacia una humareda, por un lado, y hacia un lugar inefable, por el otro, en que la palabra simplicidad apareció, para rondar mí día. Me prepuse pensarla un poco y escribir lo que de allí resultara. Podía comenzar con una definición, más o menos intuitiva: la simplicidad es una cualidad que se le atribuye a algo; dicho de otra manera, la simplicidad es una cualidad que algo manifiesta y puede percibirse como tal. Estas definiciones, tienen la virtud particular de dar la ubicación de la simplicidad, más que su definición; aunque, si fueran aceptadas como definiciones, parece difícil extraer de allí lo esencial de la simplicidad.

En muchas ocasiones, en distintos ámbitos, la simplicidad es algo requerido, algo solicitado, hasta casi un criterio, y, por tal, un mandato. Tal es el caso de la comunicación de masas. Hace ya tiempo, que se opera allí una reducción de la simplicidad a la facilidad. De hecho, así, se alcanza cierta fama: el más valorado, es el que lo dice más fácil. Pero, si simple significa fácil, el decirlo fácilmente ¿es lo mismo que decir lo fácil, esto es, lo simple?

Por supuesto, siempre se agradece la facilitación de un contenido. Pero, ello no implica que el contenido sea fácil, sino su acceso. Debe haber muchos ejemplos de esto, porque cada uno debe tener los suyos propios. Pienso, en ese sentido, en una obra como Bases, en la cual, Juan Bautista Alberdi, pudo explicar la situación de la época decimonónica argentina, muy compleja, de un modo accesible, ofreciendo explicaciones y consideraciones valiosas (para un historiador de mediados del S.XX como de este siglo), tanto como ofrece cuestiones a repensar. Facilita el camino para que emerja la comprensión, no gesta una apariencia del saber fácil.

Hay muy pocos ejemplos en que algo pueda expresar con contundencia existencial la relación entre dios, el humano y el mundo, que son los temas predilectos de nuestra Modernidad, entreverados seriamente con la pampa argentina, desde el limbo urbano del arrabal. Tal es la simplicidad del poema Amanecer de Jorge Luis Borges, compuesto sólo de cincuenta versos, cuenta que resulta pavorosa a los tratados sofisticados de las bibliotecas.

Por otro lado, pensadores modernos reputados, que ganaron esa reputación por sus obras, dieron la pauta de la extensión de un escrito filosófico, y que, necesidades diversificadas por los siglos o períodos, han acrecentado a volúmenes mayores, pero muy raramente a menores. No obstante la extensión, los conceptos filosóficos modernos conservan la simplicidad. Pienso en la substancia de Descartes, depositaria de corrientes que viajaron, y aún siguen vivamente viajando, por centenarios y por culturas e individuos, visibles como imperceptibles. Recordemos que substancia es el elemento y principio central, la portadora de modos y afecciones. Una forma simplísima de expresar, que transmite un universo de significados, una multiplicidad semántica, que la indagación matemática de Descartes quiso resumir bajo la metódica regla de la claridad y la distinción, justamente. No olvidemos que el mismo concepto dio origen a la substancia de Spinoza, quien la definiera como aquello que es en sí y se concibe por sí, y que conduce deductivamente a la noción de substancia única, infinita, que es dios. Ni olvidemos tampoco a Leibniz, para quien, la substancia, era un concepto elemental, al que igualó a la mónada, cuya esencia es la infinitud, como infinito es el mundo y dios.

Nótese que substancia es aquello que está por debajo, esto es, debajo de lo que pasa, de lo que cambia. La substancia está marcada por el estar, que es un modo temporal de la presencia (expresión que, por redundante y obvia, se extravía más fácilmente a la noética percepción). En la Crítica de la razón pura, Kant expresó esa misma idea, al decir que la substancia de las representaciones es el tiempo. Sin embargo, su desarrollo más cabal, histórica y esencialmente, tuvo que esperar hasta Ser y tiempo de Heidegger, obra que implica un giro fundamental en filosofía, pues, en el ínterin, los filósofos habían sido seducidos por la cualidad de lo incambiante de la sustancia, portadora de todas sus cualidades, acciones y destinos.

Tiempo es lo propio de la actitud filosófica, pues captar la substancia implica necesariamente asemejarse a ella, de algún modo. Estar en la estancia del ser, diremos parafraseando casi indebidamente a Heidegger. Por ello, se requiere constancia, espera, insistencia. Se requiere tiempo, maduración, experiencia.

El tiempo es experiencia. La simplicidad sólo se alcanza con el tiempo; mientras más experiencia, más expresiva se vuelve la dicción que así se torna simple. Descartes, Leibniz, Spinoza y Kant, escribieron sus trabajos más importantes contando cuatro décadas desde su natalicio (Hegel escribió a una edad parecida la obra cumbre Ciencia de la lógica). Todo ello es lo que falta abrumadoramente en el mandato de la simplicidad, de la facilidad, que imponen los “mass-media digitales”, cuya manifestación es la abrumadora cantidad de producciones filosóficas. La pregunta es ¿por qué?

Una forma muy difundida, por su acuerdo al medio, es la escritura. Sin duda, el acto de escribir puede ser un continuo ejercicio. El pensar de la filosofía, no sólo puede darse en la forma griega del debate, o en la forma posthelenística (romana diríase) de la lectura continua del libro y el comentario, o en el soliloquio interno. El pensar también se puede gestar escribiendo. Pero, ¿son los escritos que pueblan la red, las bases de datos de revistas, las bibliotecas, es decir, todo escrito archivado, ejercicios del pensar? Si así fuera, debería saberse, de alguna manera, la meta, es decir, la ley del pensar filosófico: pero ¿a qué ley obedecen esas producciones? Para una época que es principalmente audiovisual: ¿qué fin persiguen videos, conferencias, ponencias, “en vivos” de instagram, talleres y demás?

Se dirá: la divulgación de la filosofía. Pero, es difícil no seguir preguntándose ante esta máquina divulgadora que ha visibilizado y posibilitado la interconectividad: ¿importa la filosofía o importa la divulgación? Puede plantearse genuinamente el deseo de sacar a la filosofía de los muros académicos, profesionalizados, y sus cráneos creadores de formalismos. Porque, en el ejercicio profesional de la filosofía se esconde alguna forma de mediocridad, anticipada por Nietzsche, un modo de asegurar la vida, un pacto en el que las partes salen conformes. Pero, inversamente, el que se haya multiplicado tanto informante, divulgador, youtuber, instagramer, especialista o conductor televisivo o teatral de espectáculos (=show), no demuestra que la filosofía esté en la calle, sino, ante todo, que triunfó un comercio. Comercio cuya forma depende más de la cantidad que del contenido. Véase que plataformas como las redes sociales siguen la misma lógica que Google para presentar los resultados de búsquedas, que se relaciona con un recuento y un ajuste a parámetros cuantificables. Que, sin dudas, es un modo del comercio consumista habitual, y de los medios masivos de comunicación. Y he aquí que, para aumentar la cantidad y mejorar el posicionamiento, los “views” o el alcance del propio trabajo, o lo que sea, es necesario acomodar el contenido a aquellos que interactuarán con ese contenido. Y eso implica volverlo simple, sencillo. Hace poco, algunas páginas estilaban anticipar el tiempo de lectura del artículo presentado. Tiempo y contenido, pues, reducidos, simplificados, sencillas maneras de ser. Habremos vuelto a caer en una fórmula que fue atrapada y publicada por un profesor canadiense un año antes de que The Beatles hicieran Help!: el medio es el mensaje. Decimos “habremos vuelto a caer” por no haber dicho mejor “nunca nos hemos librado”.

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