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La Atlántida (1932)

Hoy toca hablar de una película representativa, a la par que desconocida, del primer lustro de la década de los años treinta. En este caso, partiendo de que lo que hay visible no es tanto, nos hemos quedado con “La Atlántida” (1932), que es una adaptación sonora de la obra de 1921 del mismo nombre. Ambas coinciden en tres cosas: un bellísimo Sáhara, una estructura complicada, y mucho surrealismo; además de ser muy interesantes e innovadoras respecto a la historia del cine. Por mucho que, sin lugar a dudas, en esta época haya hitos muy claros dentro de la ciencia ficción, como “El doctor Frankenstein” (1931) o “El hombre invisible” (1933), así como otras películas también interesantes, como “La isla de las almas perdidas” (1932), todas ellas son demasiado conocidas y, sobre todo, se merecerían un análisis (o, incluso, varios) en profundidad, si tenemos en cuenta las obras literarias de las que beben, su impacto, las segundas partes que se han hecho de ellas, etcétera. En cambio, pese a su indiscutible calidad, la obra de G. W. Pabst es casi tan desconocida como el mismo director. Por esta razón, es la obra del séptimo arte que hoy os vamos a recomendar.

Lo primero que impresiona es su bellísima fotografía, con una carga narrativa portentosa y una belleza que en pocas películas de esta época se llega a notar. Partiendo de las escenas en el Sáhara, y acabando con las escenas de interiores, nos encontramos un grandísimo ejemplo de aquella máxima cinematográfica de “muestra, no cuentes”: los diálogos son muy pocos y la gran mayoría de las claves para entender la trama se sugieren mediante la fotografía, los gestos y las miradas de los personajes. No podemos tampoco olvidar mencionar el cuidadísimo trabajo de arte, desde los ropajes hasta el diseño de los escenarios. El trabajo por parte de los actores se encuentra a la misma altura; destacando, como no puede ser de otra manera, el trabajo de Brigitte Helm encarnando a Antinéa, que se erige como la parte más reconocible de la cinta.

Si hay algo que define a esta obra es su complicada estructura narrativa y surrealismo, la cual, sin embargo, plantea una atmósfera interesantísima y unas situaciones muy valientes y sugerentes. Si nos encontráramos en la década de los 60, la tildaría de pretenciosa y aburrida, pero conseguir hacer esto en los años 30 es algo digno de elogio, que sirvió, entre otras cosas, para nutrir a todo el cine que vino después. En esta vida, así como hay ciertos caminos que sólo se pueden recorrer una vez, también hay ciertas irrupciones que sólo funcionan una vez; y, en este caso, la historia laberíntica que se nos propone, aderezada por multitud de elipsis y escenas que se resuelven con unos pocos gestos, tiene un sentido y funciona muy bien.

Tomando como ejemplo cierta escena de una partida de ajedrez, que sorprende a la vez que, por enésima vez, produce una exclamación interior que reza «¿Qué narices está pasando?», podemos apreciar cómo termina resolviéndose a través del deleite que, intuitivamente, produce el estar presenciando buen cine. Está muy bien ejecutada, a la vez que es sugerente y poética, pero sin excesivos aspavientos. Lo justo y necesario. Recuerda a todo lo bueno que tenía “Alphaville” (1965) o, mejor dicho, “Alphaville” nos recordaba, sin todavía saberlo, a “La Atlántida”; pecando la obra de 1965 de un exceso que, inevitablemente, no estaba en el original.

Adelantada a su tiempo en todos los aspectos, nos encontramos ante una película difícil de entender, pero entendible y, sobre todo, muy disfrutable; mereciendo la pena todos esos momentos de vértigo ante un posible vacío narrativo que nunca llega a suceder.

«El profeta permite a los justos, una vez en la vida, colocar… la piedad por encima del deber»

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