La felicidad de los pobres, por Marcos Rodríguez

En un primer momento, si tengo que ser sincero, me encontré preguntándome a mí mismo por qué me molestaba tanto la evidente destreza fotográfica desplegada por Alfonso Cuarón en Roma. Si puedo disfrutar (y mucho) de las películas de Wes Anderson, por poner un ejemplo, y hasta me gustó bastante Cold War, prima hermana de esta en el departamento del blanco y negro pulcro y de la puesta que encuentra la gracia a través del rigor, ¿por qué cada encuadre perfecto, cada movimiento pausado, cada desplazamiento precisamente trazado dentro del cuadro para permitir ese movimiento de cámara me estaban poniendo cada vez más nervioso? Puedo pensar muchas teorías, a veces simplemente a uno no le cae bien una película y es una cuestión de piel. Pero después de (no mucho) pensarlo, mi respuesta fue esta: en las películas de Wes Anderson (por volver al mismo ejemplo) la puesta en escena es un valor en sí, la forma vale por sí misma y casi que lo que me emociona no son tanto los perritos simpaticones como la distribución de los elementos en el cuadro. Incluso en Cold War la forma reina, porque más allá de fechas y contenidos históricos, esta película es un melodrama puro y duro y, por tanto, un juego de la forma. Mejor o peor jugado, pero la apuesta está ahí. Con Roma no pasa lo mismo: todo es muy bonito, no hay un segundo de respiro entre una belleza y la siguiente, pero se supone que lo que estamos viendo es una historia de sufrimiento, un relato de cierto grado de crudeza, que busca retratar una realidad. Al final, no termino de entender si a Cuarón lo emociona esa nana pobre y chiquitita o su propia destreza técnica. Pero como el arte ha de ser libre y acá no hay nadie que tenga carnet de autoridad para venir a decirnos qué temas puede filmar o no alguien con muchas ganas de ponerse fino con la cámara, no podemos reprocharle demasiado a Alfonso. Simplemente, por motivos de claridad y simpleza, a partir de este momento pasaremos a llamar la película Paneo de cámara con motivo de pobreza y nostalgia. Creo que puede ayudar.

Más allá de las irritaciones formales, termino de ver la película y me descubro un tanto perplejo. Escuché por ahí, en estas semanas en las que tanta y tanta gente parecía dispuesta a admirar y comentar su admiración sobre Paneo de cámara con motivo de pobreza y nostalgia, que parece que está a punto de recibir un premio Oscar, que saltaron algunos indignados a hablar de la película recurriendo al término “abyección”, en particular en relación con una escena en la que se muestra un parto. Confieso que, abyecta o no, fue casi la única escena de la película que me gustó. En principio, porque sentí algo. Pobre del melodrama (y diría que Paneo de cámara con motivo de pobreza y nostalgia intenta serlo) que nos deja fríos. Todo muy lindo, todo muy pausado, hasta con algunos momentos un poco canallas (como la secuencia en la que se cruzan arbitrariamente protesta política, represión, revelación argumental, trabajo de parto y embotellamiento), pero finalmente en la escena del parto encontré un momento en el que la puesta en escena y el encuadre tenían una función narrativa y emotiva fundamental. No me acuerdo, seguro que ese plano venía de antes en algún tipo de desplazamiento espacial, pero cuando finalmente Cleo está echada en la camilla, empieza el parto y de pronto, cuando sacan al bebé, vemos en la camilla de atrás (SPOILER) el intento por resucitar a la recién nacida, se me sacudió todo. Hijo de puta, cada detalle: el peso muerto de los brazos sin vida, las manos apretadas sobre el pechito que no responde, la madre que llora y mira desesperada, el amortajamiento, cuando los doctores le arrancan el cuerpo sin vida de las manos porque (por alguna razón) tienen que ponerse a amortajarlo en ese preciso instante y justo ahí al lado, cada puñalada más terrible que la anterior. Eso nunca lo había visto en una pantalla. Sí, hay que ser un poco hijo de puta para mostrarte eso de esa forma (incluso si en 1971 las condiciones fueran aquellas), pero por primera vez sentí que Cuarón se había dignado a ser un poco hijo de puta para lograr una reacción en el espectador que vaya más allá de la admiración estética. Ahí me cayó bien.

roma

Pero, lamentablemente, Paneo de cámara con motivo de pobreza y nostalgia no vuelve a estar ni cerca de la intensidad que logra en ese momento. Tampoco lo busca. Todo tiene la pátina de aquellos tiempos lejanos, la sabiduría de quien mira atrás sabiendo ahora lo que entonces no. La dulce sensibilidad de quien puede tornar bello lo más banal. Y lo bello, en este caso, resulta ser Cleodegaria, una mujer petiza, oscurita y mixteca, de pueblo, pobre y buena. No le pasan pocas cosas a Cleo (entre ellas, el parto aquel) y la reivindicación de Cuarón parece ser ponerla en el centro de esta película. Sí, la seguimos, vemos sus días (siempre al ritmo de los patrones o del perro), sus noches (apenas), casi nada que no sea su relación con los empleadores (y sus hijos) y su relación con el tipo que se manda mudar cuando ella le dice que está con encargo. En el medio hay cosas de México en el ’71, como para dar sabor, y una gran escena conciliatoria en la playa, en la que todos se apilan en un gran abrazo. Porque se ve que les pasan cosas malas a los pobres, pero la mayor felicidad que les puede tocar es tener unos patrones que te abrazan y te dicen “te quiero mucho, mucho”, y treinta segundos después te tratan como la camuca que sos. Todos nos queremos tanto, compartimos tantos momentos, pero tráeme un tecito por favor. Y está bien, qué lindo tener patrones tan buenos. Máxime además si cuarenta años después el niñito crece y filma una película tan pero tan sensible que te permite entrar definitivamente en el paraíso de las conciencias tranquilas.

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