Las uvas de la ira (cap. X, 3) · Fotografía: Russell Lee (Divide County, North Dakota, 1939)


El viejo acercó una caja y se sentó pesadamente en ella.
—Sí, señor —asintió—. Y ya va siendo hora, por cierto. Mi hermano se marchó para allá hace cuarenta años. No volví a saber nada de él. Era un escurridizo hijo de puta. Nadie le quería. Se largó llevándose un Colt de acción simple que era mío. Si alguna vez llego a encontrarle a él o a sus hijos, en el caso de que tenga alguno en California, les preguntaré por ese Colt. Pero le conozco, y si tuvo algún hijo, seguro que lo colocó como hacen los cucos y lo ha criado alguna otra persona. Me alegraré cuando lleguemos allí. Tengo el presentimiento de que hará de mí un hombre nuevo. Poder empezar de inmediato a trabajar en la fruta.
Madre asintió.
—Te aseguro que es lo que pretende. Estuvo trabajando hasta hace tres meses, hasta la última vez que se desencajó la cadera.
—Exactamente —dijo el abuelo.
Tom miró hacia el exterior desde su asiento en el escalón del umbral de la puerta.
—Aquí viene el predicador, por detrás del granero.
Madre comentó:
—Esa bendición que nos echó esta mañana es la más rara que he oído en mi vida. En realidad, no era tal. Solo hablaba, pero sonaba como una bendición.
—Es un tipo curioso —dijo Tom—. Se pasa el rato diciendo cosas extrañas. Aunque parece estar hablando consigo mismo. No intenta engañar a nadie.
—Observa la mirada de sus ojos. Parece un iluminado. Tiene esa mirada que llaman de éxtasis. Ya lo creo que parece un iluminado. Caminando así con la cabeza gacha y sin ver siquiera el suelo. Eso es lo que yo llamo un iluminado. —Calló al aproximarse Casy a la puerta.
—Le va a dar una insolación si anda por ahí así —dijo Tom.
Casy replicó:
—Bueno, sí… tal vez. —De repente encaró a los tres, madre, el abuelo y Tom, con una expresión de ruego—. Tengo que ir al oeste. He de ir. Me pregunto si podría acompañarlos.
Entonces se quedó inmóvil, avergonzado de sus propias palabras. Madre miró a Tom para que hablara él, porque era un hombre, pero Tom no habló. Respetó su derecho a hablar primero y luego dijo:
—Para nosotros sería un honor que usted viniera, aunque yo no puedo decidir en este momento. Padre dijo que los hombres hablarían esta noche para determinar cuándo emprenderemos el viaje. Creo que es mejor que esperemos a que vengan los hombres. John y padre, Noah, Tom, el abuelo, Al y Connie van a decidirlo tan pronto como regresen. Pero si hay sitio, estoy segura de que para ellos será motivo de orgullo que esté usted entre nosotros.
El predicador suspiró.
—Iré en cualquier caso —dijo—. Están ocurriendo cosas. Subí a una colina, a mirar: las casas están vacías, las tierras están vacías y toda esta región está vacía. No puedo quedarme aquí. He de ir donde va la gente. Trabajaré en los campos y quizá logre ser feliz.
—¿No va usted a predicar? —preguntó Tom.
—No voy a predicar.
—¿Y no va a bautizar? —preguntó madre.
—No voy a bautizar. Voy a trabajar en los campos, en los campos verdes, y a estar cerca de la gente. No intentaré enseñarles nada. Voy a tratar de aprender, voy a aprender por qué la gente camina sobre la hierba, voy a oírlos hablar y cantar. Voy a oír a los niños comiendo gachas, al marido y a la mujer haciendo el amor en un colchón por la noche. Voy a comer con ellos y a aprender. —Sus ojos se volvieron húmedos y brillantes—. Voy a hacer el amor sobre la hierba con quien quiera tenerme, abierta y honradamente. Voy a jurar y a soltar juramentos, a oír la poesía del habla de la gente. Antes no entendía que todo eso es sagrado, que son las cosas buenas.
—Amén —dijo madre.
El predicador se sentó mansamente en el tajo de partir leña, junto a la puerta.
—Me gustaría saber qué es lo que puede haber reservado para un hombre tan solitario como yo.
Tom tosió con delicadeza.
—Para haber dejado de predicar…
—Ya sé que soy muy hablador —admitió Casy—. Eso no lo puedo evitar. Pero no es lo mismo que predicar. Predicar es contarle algo a la gente. Yo le estoy preguntando. Eso no es predicar, ¿no es cierto?
—No lo sé —respondió Tom—. Predicar es un cierto tono de voz y una forma de ver las cosas, es portarse bien con gente que quiere matarte por ello. La pasada Navidad vino a McAlester el ejército de salvación y nos hizo bien. Estuvimos sentados tres horas enteras escuchando cómo tocaban las cornetas. Eso era hacernos bien. Pero si uno de nosotros hubiera querido irse, se habría ido solo. Eso es predicar. Portarse bien con una persona que está hundida y que no puede vengarse partiéndole la boca. No, usted no es un predicador. Pero, por si acaso, no se le ocurra tocar la corneta cerca de mí.
Madre metió unos cuantos palos en el fogón.
—Ahora le voy a dar algo de comer, aunque no es mucho.
El abuelo llevó su caja afuera, se sentó y se apoyó contra la pared, y Tom y Casy se apoyaron en ella dentro de la casa. Y la sombra de la tarde se extendió.


Las uvas de la ira (1939), de John Steinbeck (cap. X, 3). Fotografía: Divide County, North Dakota, 1939 (Russell Lee). Anterior: «Decía que los que recogen la fruta viven en campamentos sucios y apenas sacan para comer».