De apóstoles y herejes

«En el principio fue el mito. Después, como ya es tradicional, se urdió a su alrededor la compleja trama de la realidad». La cita es de Juan Cueto y viene perfectamente al caso. Quienes entienden el hallazgo de la tumba del apóstol Santiago y sus posteriores consecuencias como un fenómeno religioso cuyos pormenores atañen únicamente a los practicantes de una determinada fe, se equivocan de medio a medio. Como todos los empeños capaces de sobrevivir durante siglos, el asunto jacobeo no fue en absoluto fruto de la casualidad. Fue, más bien, el resultado de una estratagema que perseguía un triple objetivo: de un lado, cristianizar suelo pagano en obediencia a ese axioma nunca formulado, pero sobradamente cumplido, por el que las religiones ni se crean ni se destruyen, sino que simplemente se transforman; de otro, tramar una hábil maniobra política que diera consistencia a una pequeña porción de la península donde la cristiandad, o al menos una parte de ella, se estaba jugando su futuro; por último, calmar las tempestades de la herejía echando mano de los mansos y fácilmente manejables aires de la divinidad. Era, como se ve, un rompecabezas complejo que necesitaba una pieza singular para verse al fin completo. Puede que muchos la buscaran sin llegar a dar con ella. Sabemos que quien finalmente la encontró fue un rey que supo navegar con lucidez, astucia y eficacia por las siempre turbulentas corrientes del poder.

La historia ya se ha incorporado a la leyenda, aunque probablemente no sea tan conocida como debiera. Corría el siglo IX cuando un ermitaño que respondía al nombre de Paio y habitaba las proximidades del bosque de Libredón, en el confín noroccidental de la península ibérica, vio unas luces en el cielo que parecían señalar hacia un rincón perdido entre la arboleda. Al seguir sus indicaciones, descubrió un sepulcro y de inmediato trasladó la noticia al obispo Teodomiro, responsable de la diócesis de Iria Flavia. El prelado dictaminó inmediatamente que aquella tumba era la del mismísimo apóstol Santiago y, acto seguido, envió un emisario a la corte para que informara al monarca. La sede del poder se había instalado unos años antes en la ciudad de Oviedo, donde el rey Alfonso II había querido restaurar el orden toledano que la invasión musulmana había deshecho. Cuando recibió la noticia, se puso en marcha de inmediato hacia aquel remoto rincón de la Gallaecia a fin de contemplar con sus propios ojos el hallazgo, conformando así la primera ruta jacobea conocida, aquella que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de Camino Primitivo de Santiago.

Como se ve, la historia depara más preguntas que certezas: ¿cómo pudieron deducir que era Santiago el morador de aquel sepulcro? ¿Qué fundamentos había para pensar que un apóstol pudiese acabar enterrado a muchos kilómetros de distancia, y con todo un mar de por medio, del lugar en el que vivió y predicó siguiendo a su maestro? Aquí es donde empieza a barruntarse la cocina de la historia. Cuando Alfonso II ocupó el trono, ya se había extendido una tradición elaborada poco antes y según la cual Santiago habría predicado la buena nueva en Hispania una vez crucificado su mentor, y hasta se había compuesto un himno, el O Dei Verbum, en el que se señalaba a ese mismo apóstol como patrón de estos pagos. Se da la casualidad de que el autor de esa letra, el peculiar Beato de Liébana, había sido confesor de la reina Adosinda en la antigua corte de Pravia, el mismo lugar donde se crió el joven que un tiempo después instalaría el trono en Oviedo. Había toda una cadena hilvanada un poco por casualidad, un poco por conveniencia, que sólo precisaba de un cabo firme al que amarrarse para adquirir plena consistencia. Alfonso II, que era un tipo hábil, lo vio claro. En un tiempo en el que el Reino de Asturias constituía el último pequeño gran bastión de la cristiandad en el perímetro ibérico, con las tropas musulmanas amenazando por el sur y los oriundos estallando de cuando en cuando en pequeñas rebeliones internas que era preciso sofocar para mantener una unidad de acción desde la que hacer frente al enemigo exterior, era imprescindible tramar una estratagema que inyectara autoestima a los de dentro y atemorizara a los de afuera. ¿Qué mejor que el enterramiento de un apóstol para dar a entender que si el Reino de Asturias merecía cohesión y respeto era porque la divinidad le otorgaba su respaldo? Si el mismísimo Santiago quiso recibir sepultura en nuestros predios es que nosotros somos los buenos. Si nosotros somos los buenos, vale más estar de nuestro lado que situarse enfrente.

La historia que habla del traslado de los restos de Santiago hasta Galicia es hermosa, pero falsa. Habla de una barca que navega sola, de una reina malvada y del valor de unos discípulos dispuestos a afrontar cuantos peligros se les pusieran delante con tal de cumplir la última voluntad de su líder. La verdad quizá sea más prosaica, pero no menos apasionante. Las excavaciones arqueológicas realizadas ya en época moderna bajo la catedral de Compostela dejaron a la luz una necrópolis romana en la que destacaba una tumba principal, seguramente de un patricio o una personalidad notable del asentamiento, lo que permite vislumbrar una hipótesis más plausible a la hora de explicar el descubrimiento del buen Paio. Hay otra teoría, no obstante, que siempre ha recorrido los subtextos y que resulta enormemente atractiva por todo lo que sugiere. Es la que hace referencia a Prisciliano, un tipo que vivió en el siglo V, fue obispo de Ávila y pasó a la Historia gracias al dudoso honor de haberse convertido en el primer hereje condenado a muerte por la Iglesia católica. Prisciliano fue un adelantado a su tiempo, una especie de teólogo de la liberación en una época poco propensa a teorías igualitarias, y pagó cara su osadía. Natural del noroccidente peninsular, se dice que tras su ejecución en Tréveris sus seguidores trasladaron su cuerpo por media Europa hasta enterrarlo «en algún lugar de Galicia». ¿Podría ser un hereje, y no un apóstol, el inquilino del sepulcro compostelano? Sería una posibilidad si la mencionada necrópolis romana no estuviese ahí para desmentirla, y desde luego no resulta descabellado pensar que se trastocara su identidad con la de Santiago a fin de detener el culto herético que tendría como destino y fin su tumba. En cualquier caso, no parece la opción más acertada. Pero, aunque hay en Galicia otros enclaves que se erigen en depositarios de los restos priscilianistas, en ningún otro el runrún ha cobrado la fuerza que, por razones obvias, cobra en Compostela.

Tampoco es relevante porque, a decir verdad, nada de esto importa demasiado. Si Santiago, su tumba y la ciudad que se levantó alrededor de ésta ocupan hoy un lugar en el imaginario colectivo no se debe tanto a su existencia como a lo que se desencadenó a partir de ella. El Camino de Santiago, la ruta de peregrinación instaurada poco a poco y por la que desde el Medievo hasta nuestros días han transitado millones de personas, ha dejado de ser un medio para convertirse en todo un fin, un vínculo de convivencia en el que confluyen héroes y canallas componiendo un fabuloso microcosmos que dura lo que dura el trayecto entre el domicilio de cada cual y la última morada de quien pudo ser apóstol, patricio o hereje. Goethe dijo que Europa se había construido peregrinando a Compostela, y no le faltaba razón, porque en ese caminar hacia el modesto fin del mundo que dibujan los acantilados gallegos se han venido trazando algunos de los perfiles más acogedores de ese espacio común que se dibujó durante siglos al margen de los gurús macroeconómicos. Por él transitaron y transitan reyes, futuros santos, nobles, comerciantes, criminales y mendigos, seguramente para descubrir antes o después que nada es lo que parece y constatar esa gran verdad que enseña que el movimiento se demuestra andando. Puede que, sin saberlo, estén siguiendo los mismos pasos que condujeron a los seguidores de Prisciliano hacia sus dominios crepusculares, o tal vez su recorrido imite en realidad el deambular con que sus ancestros más remotos intentaban aproximarse a los secretos del ocaso. Todos, sin excepción, comprenden al llegar a su destino que lo que de verdad importa es aquello que han dejado atrás. Igual que en los viejos tiempos de Alfonso II, hoy Compostela es, más que un objetivo, una coartada.

[Artículo publicado originalmente en el diario A Quemarropa]

Santiago

Ilustración: Eduardo Morales

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