Un Tumor y Mas Tiempo

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El 12 de marzo de 2017, después de sentir un insoportable dolor de cabeza que duró a lo largo de un vuelo internacional de más de 3 horas, después de pasar más de 10 horas en una sala de emergencias de un pequeño hospital en Guadalajara México y después de varias pruebas que incluyeron dos tomografías y una resonancia magnética, un neurocirujano entró a la habitación y en un tono muy casual me dijo que tenía un tumor cerebral.
Hay muchas cosas de mi vida de las que no me acuerdo, pero no creo jamás poder olvidar ese tan vivo recuerdo.
La pintura blanca y gris descarapelándose de las paredes, la cortina que separaba mi habitación del resto, la luz blanca y brillante que se reflejaba en el techo, el sonido de unos pasos que caminaban por el pasillo, el color azul oscuro de la bata que me habían puesto, el olor mezclado de medicinas y desinfectantes, el metal frío de la cama descansando contra mi brazo, el acento colombiano marcado del médico, el dolor aún pulsante en el lado izquierdo de mi cabeza y la mano de mi madre sosteniendo la mía fuertemente.
“Tienes un tumor cerebral», esas cinco palabras resonaron en mi cabeza a cámara lenta mientras el médico explicaba el resto. Contemplé alrededor de la habitación una vez más; todo a mi alrededor era tan desconocido como las palabras que salían de la boca del doctor. En medio de una gran neblina, busqué desesperadamente algo familiar. Entonces, oí la voz de mi madre: » Lo venceremos», me dijo. La voltee a ver y a través de sus ojos llorosos y su sonrisa pura no vi nada más que amor y entonces, le creí.

No recuerdo mi primer momento en este mundo. No sé si estaba triste, asustada o desorientada, pero estoy segura de que se debe haber sentido un poco como ese momento porque mi madre también estaba ahí, y a pesar de la incertidumbre de lo que iba a pasar, ninguna de las dos nos sentimos solas.
Podía ver el amor brillando a través de los ojos llorosos de mi madre y su esfuerzo por evitar que las lágrimas revelaran su dolor. Mi madre siempre había mostrado una fortaleza que parecía simple y por primera vez comprendí lo duro que en verdad siempre había sido. Así que no lloré, en cambio, me aferré a la fuerza de su mano sosteniendo la mía y le dije: «Sí, mamá, lo venceremos».

Esperando en el teléfono estaba mi esposo a quien ya le habían contado la noticia. No sabía qué decirle a la voz que siempre había tenido el poder de hacerme reír esperando al otro lado de la línea. No sabía si tendría la fuerza para sonreírle como siempre lo hacia. Respiré profundamente antes de sostener el teléfono en mi oído.
«No estés triste», le dije antes de que él pudiera decir algo. Había visto su expresión de preocupación cuando me dejó en el aeropuerto unas horas antes y supe que había estado en constante comunicación con mi madre desde el momento en que había aterrizado. Me imaginé su rostro preocupado y, como reflejo de mis propios sentimientos, le pregunté: «¿Tienes miedo?
«No», me respondió, «No me toca sentir nada de eso. Eso te toca a ti. A mi me toca estar aquí para ti en cada paso del camino. »

Y así, sin esfuerzo, me hizo sonreír.

Tres meses antes, se había parado en el altar y con las palabras más dulces y la emoción en carne viva me había prometido una sola cosa: ser el mejor esposo. Lo que en ese momento había sonado como una declaración romántica, de repente se convirtió en una promesa cumplida. Ahí estaba, sin preguntas, expectativas o condiciones, para bien o para mal, mi soporte.

Todavía no sabía qué sentir, pero sabía que cualquier versión de mí misma que decidiera ser, él estaría allí. Sabía que cegada por la confusión el sería mis ojos, y su voz, incluso desde la distancia, me dio consuelo.
Hablé con mi hermana poco después y sus palabras fueron cortas pero igual de poderosas: «Te diría que fueras valiente Daniella», me dijo, «pero ya eres la persona más fuerte que conozco. Sin embargo si quieres llorar”, continuó,» se vale y estoy aquí para llorar contigo.”
«Tienes un tumor cerebral», dijo el médico. Y antes de que pudiera comenzar a entender lo que eso significaba, me di cuenta de que mi vida era plena. Y entonces, por fin lloré. No porque estuviera triste, no porque tuviera miedo, sino porque podía. Porque en un torbellino de dudas y un momento de confusión estaba demasiado abrumada para saber qué sentir, pero una cosa era clara, estaba rodeada de amor y me sentí suficientemente protegida para llorar humildemente.
Lo más bello del amor es que te da fortaleza cuando la necesitas para los demás y también te libera en los momentos más débiles. Mi madre me había enseñado a ser fuerte con el ejemplo; ella me había mostrado la fuerza del amor incondicional, un amor que yo había aprendido a compartir con las bellas almas que había encontrado en mi vida. No porque esperaba algo a cambio, sino porque eso me hacia feliz. Sin saberlo, durante más de 27 años de vida, mi corazón había crecido tanto que en mi punto más débil, encontré fuerza y ​​esta se multiplicó con el amor que otros sentían por mí.

Y así, irónicamente, fue en mi punto más débil, en el momento en que mi vida parecía más incierta, que me sentí más viva. Mi vida impulsada por el amor era inmensamente plena.

Si alguna vez había necesitado la confirmación de que estaba viviendo mi vida de la manera correcta, esta lo era todo.
Durante los siguientes siete meses recibí muchos mensajes de apoyo. Todos actuaban de forma positiva y con mucha esperanza incluso cuando por dentro estaban tristes y frustrados. Llamaron a mi situación un «reto» cuando realmente creían que era una desgracia y una injusticia. Me dijeron que yo era una «inspiración» y una «guerrera» incluso cuando no pude ocultar mis síntomas físicos. La vida saludable a la que estaba tan acostumbrada se convirtió rápidamente en fatiga, náuseas y dolor en las articulaciones. Mi piel y cabello se volvieron opacos, mis ojos un poco más hundidos, mi movimiento se hizo más lento y me sentí débil. No parecía una guerrera y ciertamente no me sentía como una. Pero de todos modos, todavía me llamaba una.

A pesar de la forma en que me sentía físicamente, miré a mi alrededor y admiré mi vida. Estaba casada con el hombre más increíble que conocía, tenía las mascotas más amorosas y mi familia me trataba con cariño y me apoyaba. Todos los días tenia la oportunidad de caminar y respirar el aire libre, compartir una comida con mi familia, sonreír y reír, aprender algo y enseñar algo. En días buenos y en días malos, mi vida todavía era plena y estaba bendecida. Mi vida era simplemente feliz. ¿Por qué querría dejar eso? El querer aferrarme a algo que tanto amaba no me hacía valiente y difícilmente me convertía en una guerrera.

Valientes eran todas las personas que me rodeaban y quienes cubrían sus verdaderas emociones para darme fuerza. Valiente era mi madre por no haber derramado ni una sola lágrima frente a mí, a pesar de su dolor. Valiente era mi esposo por convertir su coraje hacia la situación en una forma de hacerme reír. Los guerreros fueron todos aquellos que se unieron a una batalla que no era suya, que nunca me dejaron sentirme sola, todos aquellos que me demostraron que a pesar de estar en una tormenta de algo triste, tenia suerte y bendiciones.

Si la vida está definida por pequeños y grandes momentos, por esas situaciones que causan un cambio en nosotros, si fracasar y ganar es parte del viaje, si cometer errores y aprender lecciones es lo que nos hace quienes somos y si encontrar, dar y recibir amor es lo que nos mantiene respirando, entonces no necesitamos esperar una gran epifanía para realmente comenzar a vivir.

Estaba viva y después de darme cuenta de que mi fuerza no vendría de mi armadura, sino del amor que me rodeaba, se me quitaron las ganas de llorar. Si esto era todo, si mi vida se acortaba, si nunca llegaba a tachar las 156 cosas de mi lista de deseos, si nunca visitaba todos los lugares que quería, si nunca cumplía todos mis sueños, si no llegaba a celebrar 100 años, si esta era mi última batalla, aún así, habría vivido una vida increíblemente hermosa y para mi eso era una victoria.

El 23 de octubre de 2017, después de consultar a cuatro neurocirujanos diferentes en diferentes ciudades y países, ver a dos endocrinólogos, después de análisis de sangre semanales, un par de resonancias magnéticas más y siete meses de dolor físico, estrés emocional y mucha incertidumbre, un neurocirujano entró a la sala de examen de su consultorio en Houston Tejas y en una voz muy casual me dijo que mi tumor cerebral había desaparecido.
Y así, la vida me devolvió algo que realmente no necesitaba, pero que enormemente aprecié, más tiempo.

A los 28 años aprendí que la vida es el regalo y que el tiempo es simplemente algo extra. Llegamos al mundo por una razón y rápidamente comenzamos una búsqueda por encontrar su significado. Mi propósito era el amor y eso ya se había cumplido. Qué bendición siento al darme cuenta de que después de construir una vida de amor, ahora también tengo un poco más de tiempo para todo lo demás.

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