Una carta de amor extraviada


airmail

por Reynaldo R. Alegría

De niño había coleccionado sellos de correo, con particular fascinación por aquellos que emitía la Segunda República de Madagascar, una isla cuya silueta él recortaba y trataba de acomodar en el mapa de la India como la pieza de un rompecabezas, intentando demostrar que a pesar de 88 millones de años de separación natural, todavía tenían una historia que contar.

Los sellos de correo los descubrió en Boys’ Life Magazine, una revista publicada por los Boy Scouts que al final tenía páginas de anuncios y ofertas para niños, muchos de ellos para coleccionistas de sellos postales de correo.  Sin internet, máquinas de facsímile o celulares, la rutina imponía un rito que aún hoy le parece fascinante.  Se recortaba con tijeras el breve anuncio, se completaban sus blancos, apretando las letras para que cupieran apenas el nombre y la dirección y se depositaba la orden dentro de un sobre de correos con una estampilla regular que dirigía la petición a una dirección en los Estados Unidos de América.

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Olvidado del pedido, a los meses, muchos meses, comenzaron a llegarle sobres de correo internacional con tantos sellos de tantos países como nunca imaginó que pudiera tener contacto.  Su padre lo llevó a la oficina central del Correo Postal de los Estados Unidos de América que había en la capital, donde compraron un libro de coleccionistas de estampillas.  Antes de descubrir la lectura, para lo que transcurrieron muchos años, volaba y viajaba a otros países con sus estampillas, junto a unas breves investigaciones que hacía en El Tesoro de la Juventud, la enciclopedia que sus padres le habían regalado a él y a sus hermanos y en un Atlas que el cubano que les vendió la enciclopedia les había regalado con la compra.

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Cuando estacionó su vehículo notó que sobre la tapa del motor del vehículo estacionado justo anteriormente al suyo había un sobre de carta.  Era uno de esos sobre de envío por avión, con la medida internacionalmente aceptada de unas cuatro pulgadas y media de alto por nueve de ancho, con todo el contorno decorado por franjas entrecortadas diagonalmente rojas y azules y marcado sobre su faz con un sello engomado con tinta negra con las expresiones: “por avión”, “expreso”, “correo aéreo”, “air mail”.

El inmediato recuerdo a su niñez y a su ahora perdida colección de sellos actuó como imán entre sus manos y la carta, pero el recuerdo de los colores de los animales en los sellos de Madagascar pudo menos que el nombre de la remitente y el destinatario, y que la fecha.  ¡Había sido enviada hacía quince años!

Hacía tres años que conocía a aquella singular pareja, que vivía a unas casas de la suya.  Ella, mayor que él, seria, formal, extranjera, como sacada de un convento de clausura contemplativa, de apariencia triste, sufrida, deprimida; él, intelectual, perdido en una locura urbana desfasada, descuidado, automedicado con marihuana fumada para tratar ciertas condiciones que según él, solamente cedían ante la hierba quemada y aspirada a los pulmones.

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Dudó.

¿Debía dejar aquella carta donde la encontró?  ¿Debía hacerla llegar a su dueño?  ¿Y si el dueño quería deshacerse de ella?  ¿Quién de los dos la habría tenido en su posesión?  ¿Debía arrojarla al zafacón?  ¿Y si el propósito era que él la tuviera?

La letra de ella en el sobre era limpia, con un perfecto interletrado pero abundantes palos y remates, la absoluta negación del sans serif; llamativa.  Decidió tomarla para devolverla.  Sin embargo, camino a su casa la guardó para que nadie advirtiera su posesión.  Después de todo, sabía que era una absoluta imprudencia, al menos así lo sentía.  En su casa inspeccionó el tesoro; la olió a ver si estaba perfumada.  Entonces advirtió lo que parecía imposible, la carta estaba sellada y nunca había sido abierta.

Maquinó todas las teorías de conspiración de amantes que se le ocurrieron.  Se trataba de una carta que por coraje él nunca abrió y la conservaba para devolvérsela o era una carta que él le había devuelto a ella o era una carta con una secreta revelación que ella envió para abrirla en un tiempo futuro.  Entonces, inspeccionando nuevamente el sobre, se percató que había sido cuidadosamente abierto por la parte superior aunque aparentaba lo contrario, quizá el tiempo aparentaba clausurar lo que ya estaba abierto.  Tras un debate entre el honor, la dignidad, el respecto por lo ajeno y la confianza, que duró no más de cinco segundos, abrió el sobre y extrajo la carta.  Lo hizo con gran delicadeza y cuidado de manera que pudiera devolverla, oportunamente, a su estado original pues su idea siempre fue entregarla a su dueño.

Con una limpia caligrafía que vivía desesperada junto a una desordenada ortografía, según iban avanzado las palabras, los párrafos y las páginas, se advertía una historia terrible e inesperada.  ¡Cuántas veces nos confundimos con las personas!  ¡Cuántas veces creemos que alguien es quien no es!  Aquella mujer ardía de amor y dolor, nadaba divertida en el azufre cada día pensando en él, encubriendo sus sentimientos bajo un manto frío que la mostraba al mundo como otra, ocupando sus tardes solitarias dejando salir su amor en las cartas que escribía y en las que solamente le pedía a él que la amara con fuerza y con abundante sexo.

Guardó en su maletín la carta.  Con más tiempo para pensar y habiendo cocinado un poco más claramente las ideas, entendió que ella había puesto esa pieza al alcance de sus ojos para que hiciera lo que hizo, para que la leyera y la conociera, para que supiera que ella era real y conservara la carta como un recuerdo de amor.  Entendió su carta, al menos aquella parte en la que le decía a él que su único alivio eran sus recuerdos, que su único deseo era una foto con él; una foto de ellos juntos para mirarla en las noches antes de acostarse, como se mira un álbum de fotos o como un niño aprecia su colección de sellos postales de correo.

 

Foto: Tomada de Isle of Man Post Office, https://www.iompost.com/for-you/sending-mail/international-postage/international-airmail-letters-packets/

3 comentarios sobre “Una carta de amor extraviada

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