Historias de mis vecinos III

vecinos 3

La muchacha que vive encima de mi apartamento se llama Pilar y proviene de una ancestral familia católica. Lleva tres años de relación con su novio. En estos treinta y seis meses se han excitado en muchas oportunidades. Alberto vive con sus padres y abuelos. Ella también. Les ha sido muy difícil satisfacer sus instintos eróticos.

En los mil noventa y cinco días de noviazgo, sólo se han dado besos en escalera de nuestro edificio. Se despiden sofocados, tensos y con el rostro acalorado.

Como las posadas fueron convertidas en viviendas, con igual prontitud que los “cuarteles en escuelas”, Alberto estuvo investigando alguna casa que alquilar, pero cuando supo que el precio era de cinco CUC por tres horas, sin derecho a bebida ni comida, sus ánimos decayeron. Al cambio serían cientoveinte pesos, la mitad de su salario mensual, algo imposible de asumir por él. Por muchos.

Su morbo aumentaba cada vez que imaginaba su luna de miel. Sin desearlo, habían logrado cumplir los preceptos católicos, respetar la decencia familiar de la novia, y acogerse al convenio establecido cuando lo aceptaron como relación de la niña. Dijeron las beatas: sólo se casan después de graduarse. Ahora faltaban pocos meses. Hubiera continuado la alegría si no existiera un periódico en sus manos con la noticia de que a partir del nuevo año no se darán oportunidades hoteleras a los recién casados.

Entonces recordó que hacía poco leyó en el mismo periódico que la natalidad nacional estaba por debajo de casi cincuenta años atrás. Pensó que la Revolución se quedaba sin soldados, los hombres del futuro que llevarían… ¿adelante?, el proyecto socialista corría peligro de no tener continuadores. Y como una tarea revolucionaria, tanto como fundar una guerrilla en un país desconocido o irse con el ejército a una guerra ajena y lejana, fue a buscar a su novia, sin explicarle la tomó de la mano, montaron una guagua hasta las playas del Este, y allí, en sus arenas finas, se amaron.

Ángel Santiesteban-Prats

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