Club de lectura: El espía de Justo Navarro

Martes, 21 de novembre de 2017 18h

El espía de Justo Navarro

(Puede comprarse en la librería Il libro, Via Ozanam, 11 (MM1 Lima) 022049022)

Club de lectura
Coordinadora:

Valeria Correa Fiz

Biblioteca del Instituto Cervantes, via Dante, 12, primer piso


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El espía

Justo Navarro

Italia, Segunda Guerra Mundial: el poeta americano Ezra Pound participa desde Radio Roma en la batalla de propaganda contra los aliados y contra los judíos. Pero el fervor nazifascista de Pound despierta las sospechas del contraespionaje italiano. ¿Transmiten los programas radiofónicos de Pound mensajes cifrados al enemigo? ¿Fue el genio de la literatura un agente doble o una simple y patética figura criminal? O quizá la realidad sea doble y ambigua. Ésta es la historia que el autor de novelas de misterio Carlo Trenti le cuenta por escrito a su amigo y traductor J. N., residente por casualidad en Pisa durante los mismos meses en que lo fue Pound, pero más de sesenta años después. Y de repente el lector de la aventura de Pound se ve dentro de la historia: J. N. se encontrará con el autor, se cruzará con sus personajes, se evadirá de su propia vida guiado por el autor de novelas de misterio. Justo Navarro confirma en esta novela su bien ganado prestigio como uno de los mejores escritores españoles contemporáneos.

«Todo, real o inventado, aparece como hecho, personaje o lugar de la imaginación.»

1. LA CAIDA

Dos partisanos lo detuvieron. Fue la mañana del 3 de mayo de 1945, en Sant’Ambrogio, Rapallo, no muy lejos de Génova, región de Liguria, y en noviembre compareció ante un tribunal en Washington. Se llamaba Pound. Vivía en Sant’Ambrogio con dos mujeres, pero estaba solo cuando llegaron los partisanos que lo llamaron traidor. ¿Qué hacía en ese momento? Traducía a Mencio, filósofo chino, discípulo de un discípulo de un nieto de Confucio.

Llevaban fusiles ametralladores, y no exactamente uniforme, sino la ropa que podría usar un mecánico que sale de caza. Eran altos, pero no demasiado, flacos, iban sin afeitar. Uno tenía gafas, sucias. No les pidió documentos. No preguntó si traían una orden de detención. No preguntó a qué autoridad representaban. No parecía aquello un asunto oficial, sino algo que debía resolverse en privado. Lo vigilaban desde el recibidor, apuntándole, y vio en el espejo la espalda de los hombres, más infantil, más miserable, más indefensa que la cara. Cogió un libro de Confucio en papel biblia, bilingüe, de la Commercial Press de Shanghái, muy usado, pegadas las pastas con esparadrapo, y el diccionario de chino. Dejó en la máquina de escribir el folio con su traducción de Mencio. Dejó papeles encima de la cama, el clarinete, un sombrero en la percha, las raquetas de tenis, los bastones, las cajas de chocolatinas Moriondo donde guardaba la correspondencia, cartas sin contestar, la vida incorregible de todos los días. Delante de los dos hombres bajó las escaleras estrechas y breves, interminables en aquel momento. Eran días de tiros en la nuca. Hacía cuatro o cinco días que habían matado a Mussolini y lo habían colgado por los pies en una gasolinera de Milán. Él era un escritor famoso y se había reunido con Mussolini en el Palazzo Venezia una tarde de 1933, en otro tiempo, antes del fin del mundo. Sabía que para su país, los Estados Unidos de América, era un traidor y que, si esa mañana no le pegaban un tiro, probablemente debía agradecérselo a que los suyos quisieran ahorcarlo.

Echaron a andar hacia Zoagli, a pocos kilómetros cuesta abajo, entre olivos. En la curva que desemboca en el tramo final del camino había un eucalipto y un ciprés. El prisionero se agachó, como para atarse un zapato, pero sólo cogió una semilla. Quería tener una prueba de lo que estaba pasando, un recuerdo de que iban a pegarle un tiro. No te matan todos los días. No sabía si el juicio se había celebrado ya, si se había dictado sentencia, o si el proceso estaba en curso. Los dos partisanos, un único arcángel justiciero encarnado en dos cuerpos mortales y peligrosos, de carne escasa y dura, le señalaban el camino, como si lo llevaran a donde debía estar, como si hasta entonces hubiera recorrido un camino equivocado. El prisionero se agachó cerca del ciprés, recogió la semilla de eucalipto, y los dos guardianes salieron instantáneamente del sueño de bajar paso a paso la cuesta, agarrados al Sten Mark 2, de fabricación inglesa, que a Pound le parecía un Thompson, de fabricación americana, arma difícil de apuntar, sobre todo si se empuña con demasiada energía o euforia. Las ramas, con el aire, sonaban como lluvia, pero el cielo estaba limpio. Había pájaros, o se oían más porque ya no caían bombas sobre Zoagli, al sur de Rapallo. Chillaban, aleteaban los pájaros al echar a volar. El mundo perdido cabía en una edición bilingüe de Confucio, un diccionario chino de bolsillo y una semilla de eucalipto.

Justo Navarro (Granada, 1953), premio de la Crítica por su libro de poemas Un aviador prevé su muerte, ha publicado en Anagrama seis novelas: Accidentes íntimos(Premio Herralde de Novela): «Un premio rotundamente merecido» (J. Ernesto Ayala-Dip, El Correo); «Un paso adelante en una trayectoria cada vez más densa y cuajada» (Santos Sanz Villanueva, Diario 16); «Transita por los caminos auténticos de la narrativa con mayúsculas» (Ramón Acín, El Heraldo de Aragón); La casa del padre (Premio Andalucía de la Crítica): «Se integra en el privilegiado número de novelas que permiten definir lo mejor de una época literaria» (J. A. Masoliver Ródenas, La Vanguardia); «Una novela de clima inolvidable y una de las más rotundas e inquietantes de la nueva narrativa española» (Felipe Benítez Reyes, El Correo de Andalucía); El alma del controlador aéreo: «Turbadora gran novela» (Enrique Vila-Matas); «Sobria, impecable e intensa» (José Fernández de la Sota, El Correo); «De imprescindible lectura» (Ana Rodríguez Fischer, ABC); F. (Premio Ciudad de Barcelona), Finalmusik y El espía, que lo han situado como una figura imprescindible de la narrativa española contemporánea.

«Justo Navarro tiene una voz absolutamente personal, posee un mundo inequívoco de obsesiones y ficciones, aporta un sistema expresivo singularizado y brillante, y trae a la narrativa española un necesario acento de dureza, de rigor estético pero también ético» (Miguel García-Posada, El País).