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  • Rosa Montero – Fragmento de Los tiempos del odio

    Rosa Montero – Fragmento de Los tiempos del odio

    Rosa Montero

    En 24 horas: entrevista a la escritora Rosa Montero por su libro «Los tiempos del odio»

    Fragmento

  • Julio Cortázar – Una flor amarilla

    Julio Cortázar – Una flor amarilla

    Final del juego

    Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
    Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía —como ahora— explicarlo.
    Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
    —Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio… Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades… La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, ¿no?.
    Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.
    —Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa.
    Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños.
    —Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
    Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.
    —Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que… Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico… ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?
    No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
    —Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.
    Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor.
    —Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces… Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra…
    Pagué.

  • Mario Benedetti – El niño cinco mil millones

    Mario Benedetti – El niño cinco mil millones

    el niño 5000millones

    En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día eligieron al azar un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su primer llanto.
    Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre. Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño 4.999.999.999.
    El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía más hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exahusta. Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en si mismo ganas de pensar o creer.
    Una semana después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar superpoblado.

  • Gonzalo Torrente Ballester – La rosa de los vientos

    Gonzalo Torrente Ballester – La rosa de los vientos

    Gonzalo Torrente Ballester - La rosa de los vientos

    A los amores les llegó el momento.
    Lávate el corazón y las palabras.
    Cuando saques del alma una, cualquiera,
    mira si resplandece,
    o si, al menos, calienta; desconfía
    de aquellas que coruscan en lo oscuro;
    detrás yace el engaño.
    Es misión de la mente
    traerte la esperanza o el recuerdo:
    su brillo mate anuncia
    que envía su fulgor a las entrañas,
    las de sangre y ensueño; sangre digo,
    la sangre reclamada por el otro.
    No pienses que del alma se prescinde,
    tampoco que el amor es sólo cuerpo:
    acaba todo en él lo que allí empieza;
    pero, dónde transcurre, no se sabe:
    ¿lugar?, ¿tiempo?, ¿razón?, ¿melancolía?,
    el ansia del amor se engendra dentro:
    desde el silencio íntimo
    progresa vena a vena
    por las capas internas de la vida
    hasta que el roce duele y hace sangre.
    Entonces, sale el ansia.
    Salta a los ojos o por ellos salta,
    salta como una llama o una angustia,
    como un suspiro que no busca un nombre
    o el temblor de una mano sin objeto.
    Ya no remueve dentro, ya no espera
    nada del alma ni de su congoja.
    Muchas veces se engañan con el goce
    este anhelo, y el ansia;
    pero el placer les deja sólo arenas
    en los labios resecos.
    Ese placer es siempre solitario,
    aunque al lado esté el otro.
    Nunca sabes el nombre del que gime
    como tú, junto a ti, y entrambos cuerpos
    tierra yerta serán, tierra sin riego:
    a las arenas se las lleva el viento.
    ¿Por qué no muerdes esa huella fría
    y le sacas la sangre a los recuerdos?
    ¿Por qué no buscas, en el aire, al otro?
    Está lejos, pasado el horizonte,
    donde no puede estar y donde puede:
    alto, si dice hondo;
    claro, si dice oscuro,
    y si dice mañana, será nunca,
    aunque ese nunca en el amor no exista,
    aunque sea ese nunca de la nada:
    pero él está allí, te está esperando.
    No me respondas que ya no me entiendes:
    confuso, en el amor, es como claro,
    y las lenguas de amor no se adivinan.
    ¿Por qué no hablar de amores, sin embargo?
    Las historias de amor son infinitas,
    felices unas, desdichadas otras:
    es lo que dicen los que nos las cuentan,
    como si las hubieran presenciado.
    Nadie sabe qué dicen los amantes
    cuando se miran silenciosamente;
    nadie sabe qué hacen, o si hicieron
    algo más que llamarse por sus nombres.
    ¿Para qué quieren más, si eso les basta?
    El amor es, por dentro, misterioso.
    Esas manos de amantes, que resbalan
    por la pared de piedra, al alejarse,
    y empiezan a esperar desde ahora mismo;
    esas manos crispadas, que retienen
    cada una la huella de la otra,
    son silencio de amor, son esperanza.
    Pero, el resto…, ¿quién sabe qué es el resto?

  • Anais Nin – Fragmento de Delta De Venus

    Anais Nin – Fragmento de Delta De Venus

    DElta de Venus

    El placer que experimentaba Mathilde acariciando a los hombres era inmenso, y las manos de éstos se deslizaban sobre su cuerpo y lo arrullaban de tal manera, tan regularmente, que raras veces la acometía un orgasmo. Sólo adquiría conciencia de ello una vez se habían marchado los hombres. Despertaba de sus sueños causados por el opio, con el cuerpo aún no descansado.
    Permanecía acostada limándose las uñas y aplicándose laca en ellas, haciendo su refinada toilette para futuras ocasiones y cepillándose el rubio cabello. Sentada al sol, y utilizando algodón empapado en peróxido, se teñía el vello púbico del mismo color que el cabello.
    Abandonada a sí misma, la obsesionaban los recuerdos de las manos sobre su cuerpo. Ahora, bajo su brazo, sentía una que se deslizaba hacia su cintura. Se acordó de Martínez, de su manera de abrirle el sexo como si fuera un capullo, de cómo los aleteos de su rápida lengua cubrían la distancia que mediaba entre el vello púbico y las nalgas, terminando en el hoyuelo al final de la espalda. ¡Cuánto amaba él ese hoyuelo que le impulsaba a seguir con sus dedos y su lengua la curva que se iniciaba más abajo y se desvanecía entre las dos turgentes montañas de carne!
    Pensando en Martínez, Mathilde se sintió invadida por la pasión. Y no podía aguantar su regreso. Se miró las piernas. Por haber permanecido demasiado tiempo sin salir, se habían blanqueado de manera muy sugestiva, adquiriendo el tono blanco yeso del cutis de las mujeres chinas, esa mórbida palidez de invernadero que gustaba a los hombres de piel obscura, y en particular a los peruanos. Se miró el vientre, impecable, sin una sola línea fuera de lugar. El vello púbico relucía ahora al sol con reflejos rojos y dorados.
    “¿Cómo me ve él?”, se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla.
    Luego, mirándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora. El cutis era perfecto, y la vulva rosada y plana. Mathilde pensó que era como la hoja del árbol de la goma, con la secreta leche que la presión del dedo podía hacer brotar y la fragante humedad que evocaba la de las conchas marinas. Así nació Venus del mar, con aquella pizca de miel salada en ella, que sólo las caricias pueden hacer manar de los escondidos recovecos de su cuerpo…

  • Honoré de Balzac – Gillete

    Honoré de Balzac – Gillete

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    A finales del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven, pobremente vestido, paseaba ante la puerta de una casa situada en la Rue des Grands-Augustins, en París. Tras haber caminado harto tiempo por esta calle, con la indecisión de un enamorado que no osa presentarse ante su primera amante, por más accesible que ella sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta y preguntó si el maestro Françoise Porbus estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los peldaños, deteniéndose en cada escalón, cual un cortesano inexperto, inquieto por el recibimiento que el rey va a dispensarle. Al llegar al final de la escalera de caracol, permaneció un momento en el rellano, perplejo ante el aldabón grotesco que ornaba la puerta del taller donde, sin lugar a duda, trabajaba el pintor de Enrique IV que María de Médicis había abandonado por Rubens. El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética. Aquellos fanfarrones que, pagados de sí mismos, creen demasiado pronto en el porvenir, no son gentes de talento sino para los necios. A este respecto, el joven desconocido parecía tener verdadero mérito, si el talento debe ser medido por esa timidez inicial, por ese pudor indefinible que los destinados a la gloria saben perder en el ejercicio de su arte, como las mujeres bellas pierden el suyo en el juego de la coquetería. El hábito del triunfo atenúa la duda y el pudor es, tal vez, una duda.
    Abrumado por la miseria y sorprendido en aquel momento por su propia impertinencia, el pobre neófito no habría entrado en la casa del pintor al que debemos el admirable retrato de Enrique IV, sin la extraordinaria ayuda que le deparó el azar. Un anciano comenzó a subir la escalera. Por la extravagancia de su indumentaria, por la magnificencia de su gorguera de encaje, por la prepotente seguridad de su modo de andar, el joven barruntó en este personaje al protector o al amigo del pintor; se hizo a un lado en el descansillo para cederle el paso y lo examinó con curiosidad, esperando encontrar en él la buena naturaleza de un artista o el carácter complaciente de quienes aman las artes; pero percibió algo diabólico en aquella cara y, sobre todo, ese no sé qué que atrae a los artistas. Imagine una frente despejada, abombada, prominente, suspendida en voladizo sobre una pequeña nariz aplastada, de remate respingado como la de Rabelais o la de Sócrates; una boca burlona y arrugada, un mentón corto, orgullosamente levantado, guarnecido por una barba gris tallada en punta; ojos verdemar que parecían empañados por la edad, pero que, por contraste con el blanco nacarado en que flotaba la pupila, debían de lanzar, a veces, miradas magnéticas en plenos arrebatos de cólera o de entusiasmo. Además, su semblante estaba singularmente ajado por las fatigas de la edad y, aún más, por esos pensamientos que socavan tanto el alma como el cuerpo. Los ojos ya no tenían pestañas y apenas se veían algunos vestigios de cejas sobre sus salientes arcos. Coloque esta cabeza sobre un cuerpo enjuto y débil, enmárquela en un encaje de blancura resplandeciente, trabajado como una pieza de orfebrería, eche sobre el jubón negro del anciano una pesada cadena de oro, y tendrá una imagen imperfecta de este personaje al que la tenue iluminación de la escalera confería, por añadidura, una coloración fantasmagórica. Diríase un cuadro de Rembrandt avanzando silenciosamente y sin marco en la oscura atmósfera que ha hecho suya este gran pintor. El anciano lanzó al joven una mirada impregnada de sagacidad, golpeó tres veces la puerta, y dijo a un hombre achacoso, de unos cuarenta años, que vino a abrir:
    -Buenos días, maestro.
    Porbus se inclinó respetuosamente, dejó entrar al joven creyendo que venía con el viejo y se preocupó tanto menos por él cuanto que el neófito permanecía bajo la fascinación que deben de sentir los pintores natos ante el aspecto del primer estudio que ven y donde se revelan algunos de los procedimientos materiales del arte. Una claraboya abierta en la bóveda iluminaba el obrador del maestro Porbus. Concentrada en una tela sujeta al caballete, que todavía no había sido tocada más que por tres o cuatro trazos blancos, la luz del día no alcanzaba las negras profundidades de los rincones de aquella vasta estancia; pero algunos reflejos extraviados encendían, en la sombra rojiza, una lentejuela plateada en el vientre de una coraza de reitre1 suspendida de la pared, rayando con un brusco surco de luz la moldura esculpida y encerada de un antiguo aparador cargado de curiosas vajillas, o moteaban de puntos brillantes la trama granada de algunos viejos cortinajes de brocado de oro con grandes pliegues quebrados, arrojados allí como modelos. Vaciados anatómicos de escayola, fragmentos y torsos de diosas antiguas, amorosamente pulidos por los besos de los siglos, cubrían anaqueles y consolas. Innumerables esbozos, estudios con la técnica de los tres colores, a sanguina o a pluma, cubrían las paredes hasta el techo. Cajas de pigmentos, botellas de aceite y de trementina, banquetas volcadas, dejaban sólo un estrecho paso para llegar bajo la aureola que proyectaba el alto ventanal cuyos rayos caían de lleno sobre el pálido rostro de Porbus y sobre el cráneo marfileño del singular personaje. La atención del joven pronto fue absorbida exclusivamente por un cuadro que, en aquel tiempo de confusión y de revoluciones, ya había llegado a ser célebre, y que visitaban algunos de esos tozudos a los que se debe la conservación del fuego sagrado durante los tiempos difíciles. Este bello lienzo representaba una María Egipcíaca disponiéndose a pagar el pasaje del barco. Esta obra maestra, destinada a María de Médicis, fue vendida por ella en sus días de miseria.
    -Tu santa me gusta -dijo el anciano a Porbus- y te daría por ella diez escudos de oro por encima del precio que ofrece la reina; pero ¿pretender lo mismo que ella?… ¡diablos!
    -¿Le gusta?
    -¡Hum! ¡hum! -masculló el anciano- ¿gustar?… pues sí y no. Tu buena mujer no está mal hecha, pero no tiene vida. ¡Ustedes creen haber hecho todo en cuanto han dibujado correctamente una figura y puesto cada cosa en su sitio según las leyes de la anatomía! ¡Colorean ese dibujo con el tono de la carne, preparado de antemano en su paleta, cuidando de que un lado quede más oscuro que otro, y sólo porque miran de vez en cuando a una mujer desnuda puesta en pie sobre una mesa, creen haber copiado la naturaleza, creen ser pintores y haber robado su secreto a Dios!… ¡Prrr! ¡Para ser un gran poeta no basta conocer a fondo la sintaxis y no cometer errores de lenguaje! Mira tu santa, Porbus. A primera vista parece admirable; pero en una segunda ojeada se percibe que está pegada al fondo de la tela y que no se podría rodear su cuerpo. Es una silueta que sólo tiene una cara, es una figura recortada, es una imagen incapaz de volverse o de cambiar de posición. No siento aire entre ese brazo y el ámbito del cuadro; faltan el espacio y la profundidad; sin embargo, la perspectiva es correcta, y la degradación atmosférica está observada con exactitud; pero, a pesar de tan loables esfuerzos, no puedo creer que ese bello cuerpo esté animado por el tibio aliento de la vida. Tengo la impresión de que si pusiera la mano sobre este seno de tan firme redondez, ¡lo encontaría frío como el mármol! No, amigo mío, la sangre no corre bajo esa piel de marfil, la vida no llena con su corriente purpúrea las venas que se entrelazan en retículas bajo la ambarina transparencia de las sienes y del pecho. Este lugar palpita, pero ese otro está inmóvil; la vida y la muerte luchan en cada detalle: aquí es una mujer, allí una estatua, más allá un cadáver. Tu creación está incompleta. No has sabido insuflar sino una pequeña parte de tu alma a tu querida obra. El fuego de Prometeo se ha apagado más de una vez en tus manos y muchas partes de tu cuadro no han sido tocadas por la llama celeste.
    -Pero ¿por qué, mi querido maestro? -dijo respetuosamente Porbus al anciano, mientras que el joven reprimía a duras penas su deseo de golpearlo.
    -¡Ah, ahí está! -dijo el anciano menudo-. Has flotado indeciso entre los dos sistemas, entre el dibujo y el color, entre la flema minuciosa, la rigidez precisa de los viejos maestros alemanes, y el ardor deslumbrante, la feliz abundancia de los pintores italianos. Has querido imitar a la vez a Hans Holbein y a Tiziano, a Alberto Durero y a Pablo Veronés. ¡En verdad era una magnífica ambición! Pero ¿qué ocurrió? No has logrado ni el severo encanto de la sequedad, ni las engañosas magias del claroscuro. En este lugar, como un bronce en fusión que revienta su molde demasiado débil, el rico y rubio color de Tiziano ha hecho estallar el magro contorno de Alberto Durero en el que lo habías colado. En otra parte, la línea ha resistido y contenido los magníficos desbordamientos de la paleta veneciana. Tu figura no está ni perfectamente dibujada, ni perfectamente pintada, y lleva por todas partes la huella de esta desgraciada indecisión. Si no te sentías lo bastante fuerte como para fundir en el fuego de tu genio las dos maneras rivales, debías haber optado con franqueza por una u otra, a fin de obtener la unidad que simula uno de los requisitos de la vida. No eres auténtico sino en las partes centrales, tus contornos son falsos, no son envolventes y nada prometen a su espalda. Aquí hay verdad -dijo el anciano señalando el pecho de la santa. También aquí -continuó, indicando el lugar donde terminaba el hombro en el cuadro-. Pero allí -dijo, volviendo al centro del pecho, todo es falso. No analicemos nada; sólo serviría para desesperarte.
    El anciano se sentó en un taburete, apoyó la cabeza en sus manos y quedó en silencio.
    -Maestro -le dijo Porbus-, sin embargo he estudiado bien en el desnudo este pecho, pero, para nuestra desgracia, hay efectos verdaderos en la naturaleza que pierden su verosimilitud al ser plasmados en el lienzo…
    -¡La misión del arte no es copiar la naturaleza, sino expresarla! ¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta! -exclamó con vehemencia el anciano, interrumpiendo a Porbus con un gesto despótico-. ¡De otro modo, un escultor se ahorraría todas sus fatigas sólo con moldear una mujer! Pues bien, intenta moldear la mano de tu amante y colocarla ante ti; te encontrarás ante un horrible cadáver sin ningún parecido, y te verás forzado a recurrir al cincel del hombre que, sin copiártela exactamente, representará su movimiento y su vida. Tenemos que captar el espíritu, el alma, la fisonomía de las cosas y de los seres. ¡Los efectos!, ¡los efectos! ¡Pero si éstos son los accidentes de la vida, y no la vida misma! Una mano, ya que he puesto este ejemplo, no se relaciona solamente con el cuerpo, sino que expresa y continúa un pensamiento que es necesario captar y plasmar. ¡Ni el pintor, ni el poeta, ni el escultor deben separan el efecto de la causa, que están irrefutablemente el uno en la otra! ¡Esa es la verdadera lucha! Muchos pintores triunfan instintivamente sin conocer esta cuestión del arte. ¡Dibujan una mujer, pero no la ven! No es así como se consigue forzar el arcano de la naturaleza. La mano de ustedes reproduce, sin pensarlo, el modelo que han copiado con su maestro. No profundizan en la intimidad de la forma, no la persiguen con el necesario amor y perseverancia en sus rodeos y en sus huidas. La belleza es severa y difícil y no se deja alcanzar así como así; es preciso esperar su momento, espiarla, cortejarla con insistencia y abrazarla estrechamente para obligarla a entregarse. La Forma es un Proteo mucho menos aprehensible y más rico en repliegues que el Proteo de la fábula. Sólo tras largos combates se la puede obligar a mostrarse bajo su verdadero aspecto; ustedes, ustedes se contentan con la primera apariencia que les ofrece, o todo lo más con la segunda, o con la tercera; ¡no es así como actúan los luchadores victoriosos! Los pintones invictos que no se dejan engañar por todos estos subterfugios, sino que perseveran hasta constreñir a la naturaleza a mostrarse totalmente desnuda y en su verdadero significado. Así procedió Rafael -dijo el anciano, quitándose el gorro de terciopelo negro para expresar el respeto que le inspiraba el rey del arte-; su gran superioridad proviene del sentido íntimo que, en él, parece querer quebrar la Forma. La Forma es, en sus figuras, lo que es para nosotros: un medio para comunicar ideas, sensaciones; una vasta poesía. Toda figura es un mundo, un retrato cuyo modelo ha aparecido en una visión sublime, teñido de luz, señalado pon una voz interior, desnudado por un dedo celeste que ha descubierto, en el pasado de toda una vida, las fuentes de la expresión. Ustedes representa a sus mujeres con bellas vestiduras de carne, con hermosas colgaduras de cabellos, pero ¿dónde está la sangre que engendra la calma o la pasión y que causa peculiares efectos? Tu santa es una mujer morena, pero esto, mi pobre Porbus, ¡es una rubia! Sus figuras son, pues, pálidos fantasmas coloreados que nos pasean ante los ojos, y llaman a esto pintura y arte. Sólo porque han hecho algo que se parece más a una mujer que a una casa, creen haber alcanzado la meta y, orgullosos de no estar ya obligados a escribir, junto a sus figuras, currus venustus o pulcher homo2 como los primeros pintores, ¡se creen artistas maravillosos! ¡Ja, ja! aún están lejos, mis esforzados compañeros; necesitan utilizar muchos lápices, cubrir muchas telas antes de llegar. ¡Ciertamente, una mujer porta su cabeza de esta manera, sostiene su falda así, sus ojos languidecen Y se diluyen con ese aire de dulzura resignada, la sombra palpitante de las pestañas flota así sobre las mejillas! Es eso, y no es eso. ¿Qué falta, pues? Una nadería, pero esa nada lo es todo. Han conseguido la apariencia de la vida, pero no han logrado expresar su desbordante plenitud, ése no se qué que es quizá el alma y que flota como una bruma sobre la forma exterior; en fin, esa flor de vida que Tiziano y Rafael supieron sorprender. Partiendo del punto extremo al que han llegado, tal vez se podría hacer una excelente pintura, pero se cansan demasiado pronto. El vulgo admira pero el verdadero entendido sonríe. ¡Oh Mabuse, oh maestro mío! -añadió el singular personaje-; ¡eres un ladrón, te llevaste contigo la vida! Excepto por esto -continuó-, esta tela es mejor que las pinturas de ese bellaco de Rubens con sus montañas de carnes flamencas, espolvoreadas de bermellón, sus ondulaciones de cabelleras rubias y su alboroto de colores. Ustedes, al menos, tienen color, sentimiento y dibujo, las tres partes esenciales del Arte.
    -¡Pero si esta santa es sublime, señor mío! -exclamó en voz alta el joven, saliendo de un arrobamiento profundo-. Estas dos figuras, la de la santa y la del barquero, tienen una agudeza de intención ignorada por los pintones italianos; no conozco ni uno que hubiera ideado la indecisión del barquero.
    -¿Este pequeño bribón viene con usted? -preguntó Porbus al anciano.
    -¡Ay, maestro!, perdone mi osadía -respondió el neófito, sonrojándose-. Soy un desconocido, un pintamonas instintivo, llegado hace poco a esta ciudad, fuente de todo conocimiento.
    -¡Manos a la obra! -le dijo Porbus, ofreciéndole un lapicero rojo y una hoja de papel.
    El desconocido copió con destreza la figura de María, de un trazo.
    -¡Oh! ¡oh! -exclamó el anciano-. ¿Su nombre?
    El joven escribió debajo Nicolás Poussin.
    -No está mal para un principiante -dijo el singular personaje de disparatado discurso-. Veo que se puede hablar de pintura en tu presencia. No te censuro por haber admirado la santa de Porbus. Es una obra maestra para todo el mundo, y sólo los iniciados en los más profundos arcanos del arte pueden descubrir en qué falla. Pero, ya que eres digno de la lección y capaz de comprender, te voy a mostrar lo poco que se necesitaría para completar esta obra. Abre bien los ojos y préstame toda tu atención: tal vez jamás se te presente una ocasión como ésta para instruirte. ¡Tu paleta, Porbus!
    Porbus fue a buscar paleta y pinceles. El viejecillo se arremangó con un movimiento de convulsiva brusquedad, pasó su pulgar a través de la paleta que Porbus le tendía, salpicada de diversos colores y cargada de tonalidades; más que cogerlo, le arrancó de las manos un puñado de pinceles de todos los tamaños, y su puntiaguda barba se agitó, de pronto, por impacientes esfuerzos que expresaban el prurito de una amorosa fantasía.
    Mientras cargaba el pincel de color, murmuraba entre dientes:
    -He aquí tonalidades que habría que tirar por la ventana con quien las ha preparado; son de una crudeza y de una falsedad indignantes; ¿cómo se puede pintar con esto?
    Después, con una vivacidad febril, mojaba la punta del pincel en las diferentes masas de colores, cuya gama entera recorría, algunas veces, con más rapidez que un organista de catedral al recorrer toda la extensión de su teclado en el O Filii de Pascua.
    Porbus y Poussin se mantenían inmóviles, cada uno a un lado del lienzo, sumidos en la más intensa contemplación.
    -Mira, joven -dijo el anciano sin volverse-, ¡observa cómo, con tres o cuatro toques y una pequeña veladura azulada, es posible hacer circular el aire alrededor de la cabeza de esta pobre santa que se ahogaba, prisionera en aquella espesa atmósfera! ¡Mira cómo revolotea ahora este paño y cómo se percibe que la brisa lo levanta! Antes tenía el aspecto de una tela almidonada y sostenida con alfileres. ¿Ves cómo el brillante satinado que acabo de poner sobre el pecho expresa la carnosa suavidad de una piel de jovencita, y cómo el tono mezclado de marrón rojizo y de ocre calcinado, calienta la frialdad gris de esta gran sombra, en la que la sangre se coagulaba en vez de fluir? Joven, joven, lo que te estoy enseñando, ningún maestro podría enseñártelo. Sólo Mabuse poseía el secreto de dar vida a las figuras. Mabuse sólo tuvo un discípulo, que soy yo. ¡Yo no he tenido ninguno y ya soy viejo! Tienes inteligencia suficiente para adivinar el resto, a partir de lo que te dejo entrever.
    Mientras hablaba, el insólito anciano tocaba todas las partes del cuadro: aquí dos toques de pincel, allí uno sólo, pero siempre tan acertados que diríase una nueva pintura, una pintura inundada de luz. Trabajaba con un ardor tan apasionado que el sudor perlaba su frente despejada; se movía con tal rapidez, con pequeños movimientos tan impacientes, tan bruscos, que al joven Poussin le parecía que hubiera en el cuerpo del estrambótico personaje un demonio que actuaba a través de sus manos, asiéndolas mágicamente, contra su voluntad. El brillo sobrenatural de los ojos y las convusiones que parecían el efecto de una resistencia interior, conferían a esta idea una apariencia de verdad que debía de influir en la imaginación del joven. El anciano iba diciendo: -¡Paf, paf, paf!. ¡Así es cómo esto se emplasta, joven! ¡Vengan, mis pequeños toques, hagan enrojecer este tono glacial! ¡Vamos a ello! ¡pom!, ¡pom!, ¡pom! -decía, dando calor a las partes en las que había notado una falta de vida, haciendo desaparecer, por medio de algunas capas de color, las diferencias de temperamento y restableciendo así la unidad de tono que requería una ardiente Egipcíaca.
    -Ves, muchacho, sólo importa la última pincelada. Porbus ha dado cien; yo, sólo una. Nadie sabe lo
    Por fin se detuvo aquel demonio y volviéndose hacia Porbus y Poussin, mudos de admiración, les dijo:
    -Esto no está todavía a la altura de mi Belle Noiseuse; no obstante, el autor podría firmar semejante obra. Sí, yo la firmaría -añadió levantándose para coger un espejo, en el que la miró-. Ahora vamos a comer -dijo-. Vengan ambos a mi casa. ¡Tengo jamón ahumado y buen vino! ¡Vamos! ¡A pesar de los malos tiempos, hablaremos de pintura! De eso entendemos. Tenemos aquí un jovenzuelo que tiene buena mano -añadió, dando una palmada en el hombro de Nicolás Poussin.
    Reparando entonces en la miserable casaca del normando, sacó de su cinto una bolsa de piel, hurgó en ella, tomó dos monedas de oro y, enseñándoselas, le dijo:
    -Compro tu dibujo.
    -Cógelas -dijo Porbus a Poussin viéndolo estremecerse y enrojecer de vergüenza, pues este joven iniciado tenía el orgullo del pobre-. ¡Vamos, cógelas, tiene en su escarcela el precio del rescate de dos reyes!
    Bajaron los tres del estudio y caminaron, departiendo sobre las artes, hasta llegar a una hermosa casa de madera, situada cerca del Pont Saint-Michel, cuyos ornamentos -el aldabón, los marcos de los enrejados, los arabescos- maravillaron a Poussin. El pintor en ciernes se encontró de golpe en una estancia de la planta baja, ante un buen fuego, cerca de una mesa cargada de apetitosos manjares y, por una extraordinaria ventura, en compañía de dos grandes artistas llenos de sencillez.
    -Joven -le dijo Porbus, al verlo embelesado ante un cuadro- no mire demasiado esa tela; pues caería en la desesperación.
    Era el Adán que hizo Mabuse para salir de la prisión en la que sus acreedores lo retuvieron largo tiempo. Aquella figura emanaba, en efecto, tal poder de realidad, que Nicolás Poussin empezó a comprender, desde ese momento, el verdadero sentido de las confusas palabras dichas por el anciano, que miraba el cuadro con aire de satisfacción, pero sin entusiasmo, y que parecía decir: «¡Yo he hecho cosas mejores!»
    -Tiene vida -dijo-; mi pobre maestro se ha superado, pero aún falta un poco de verdad en el fondo del lienzo. El hombre está realmente vivo, se levanta y va a venir hacia nosotros. Pero el aire, el cielo, la brisa que respiramos, vemos y sentimos, no están presentes. ¡Además, ahí todavía no hay más que un hombre! Ahora bien, el único hombre salido directamente de las manos de Dios debería tener algo divino, que aquí falta. El mismo Mabuse lo decía con despecho cuando no estaba borracho.
    Poussin miraba alternativamente al anciano y a Porbus, con inquieta curiosidad. Se acercó a éste como para preguntarle el nombre de su anfitrión, pero el pintor se puso un dedo en los labios con un aire de misterio, y el joven, vivamente interesado, guardó silencio, esperando que tarde o temprano alguna palabra le permitiera adivinar el nombre de su anfitrión, cuya riqueza y talentos se hallaban suficientemente atestiguados por el respeto que Porbus le manifestaba y por las maravillas acumuladas en aquella sala.
    Poussin, al ver sobre la oscura madera de roble que revestía las paredes, un magnífico retrato de mujer, exclamó:
    -¡Qué bello Giorgione!
    -¡No! -respondió el anciano-; ¡está viendo uno de mis primeros garabatos!
    -¡Por mi vida! Entonces estoy ante el dios de la pintura -dijo cándidamente Poussin.
    El anciano sonrió como hombre familiarizado desde mucho tiempo atrás con tales elogios.
    -¡Maestro Frenhofer! -dijo Porbus-, ¿podría conseguirme un poco de su excelente vino del Rin?
    -Dos barricas -respondió el anciano-. Una como compensación por el placer que he tenido esta mañana viendo tu preciosa pecadora, y la otra como regalo de amistad.
    -¡Ah!, si yo no estuviera siempre indispuesto -respondió Porbus-, y si usted me permitiera ver su Belle Noiseuse, yo podría realizar alguna pintura alta, ancha y profunda, en la que las figuras fueran de tamaño natural.
    -¡Mostrar mi obra! -exclamó el anciano, emocionado-. No, no, aún debo perfeccionarla. Ayer, al atardecer -dijo-, creí haberla acabado. Sus ojos me parecían húmedos, su carne palpitaba. Las trenzas de sus cabellos se movían. ¡Respiraba! Si bien he encontrado el medio de plasmar. en una tela plana, el relieve y la redondez de la naturaleza, esta mañana, con la luz del día, he reconocido mi error. ¡Ah!, para llegar a este glorioso resultado he estudiado a fondo los grandes maestros del color, he analizado y levantado, capa por capa, los cuadros de Tiziano, el rey de la luz; como ese soberano pintor, he esbozado mi figura en un tono claro, con un empaste ligero y nutrido, pues la sombra no es más que un accidente; recuerda esto, muchacho. Después, he vuelto a mi obra y, utilizando medias tintas y veladuras, cuya transparencia disminuía cada vez más, he obtenido las sombras más vigorosas y hasta los negros más profundos; pues las sombras de los pintores mediocres son de distinta naturaleza que sus tonos iluminados; es madera, es bronce, es todo lo que quieran, excepto carne en la sombra. Se tiene la sensación de que si su figura cambiara de posición, los lugares sombreados no quedarían nítidos y no se tornarían luminosos. ¡He evitado este defecto, en el que han caído muchos de los más ilustres y, en mi caso, la blancura se manifiesta bajo la opacidad de la sombra más persistente! Mientras que una multitud de ignorantes cree dibujar correctamente porque traza una línea cuidadosamente perfilada, yo no he marcado con rigidez los bordes exteriores de mi figura, ni he resaltado hasta el menor detalle anatómico, porque el cuerpo humano no acaba en líneas. En esto los escultores pueden acercarse a la verdad más que nosotros. La naturaleza comporta una sucesión de redondeces que se involucran unas en otras. Hablando con rigor, ¡el dibujo no existe! ¡No se ría, joven! Por más singular que le parezca esta afirmación, algún día comprenderá sus razones. La línea es el medio por el que el hombre percibe el efecto de la luz sobre los objetos; pero no hay líneas en la naturaleza, donde todo está lleno: es modelando como se dibuja, es decir, como se extraen las cosas del medio en el que están. ¡La distribución de la luz da, por sí misma, la apariencia al cuerpo! Por eso no he fijado las líneas, sino que he esparcido en los contornos una nube de medias tintas rubias y cálidas que impide que se pueda poner el dedo con precisión en el lugar donde los contornos se encuentran con los fondos. De cerca, este trabajo parece blando y falto de precisión, pero a dos pasos todo se consolida, se detiene, se separa; el cuerpo gira, las formas toman relieve, se siente circular el aire alrededor. Sin embargo aún no estoy contento; tengo dudas. Quizá fuera necesario no dibujar ni un solo trazo, y fuera mejor abordar una figura por su parte media, fijándose primero en lo que resalta por estar más iluminado, para pasar, a continuación, a las partes más oscuras. ¿Acaso no procede de esta guisa el sol, ese divino pintor del universo? ¡Oh, naturaleza! ¡Naturaleza! ¿Quién ha logrado jamás sorprenderte en tus huidas? Sepan que el exceso de conocimiento, al igual que la ignorancia, acaba en una negación. ¡Yo dudo de mi obra!
    El anciano hizo una pausa y después continuó:
    -Hace diez años que trabajo, joven, pero ¿qué son diez cortos años cuando se trata de luchar contra la naturaleza? ¡Ignoramos cuánto tiempo empleó el señor Pigmalión en hacer la única estatua que jamás haya caminado!
    El viejo se sumió en una profunda ensoñación y permaneció con la mirada fija, jugando mecánicamente con su cuchillo.
    -Helo aquí en conversación con su espíritu -dijo Porbus en voz baja.
    Ante este comentario, Nicolás Poussin se sintió bajo el poder de una inexplicable curiosidad de artista. Ese anciano, con los ojos en blanco, absorto y estupefacto, que se había convertido para él en algo más que un hombre, se le manifestó como un genio lunático que vivía en una esfera desconocida. Le despertaba mil confusas ideas en el alma. El fenómeno moral de esta especie de fascinación no puede definirse, al igual que no puede traducirse la emoción suscitada por un canto que recuerda la patria en el corazón del exiliado. El desprecio que el anciano parecía manifestar hacia las más bellas tentativas del arte, su riqueza, sus maneras, las diferencias que Porbus le manifestaba; aquella obra mantenida tanto tiempo en secreto, obra de paciencia, obra de genio sin duda, a juzgar por la cabeza de la Virgen que el joven Poussin había admirado tan francamente y que, bella incluso comparada con el Adán de Mabuse, atestiguaba el hacer imperial de uno de los príncipes del arte. Todo en ese anciano iba más allá de los límites de la naturaleza humana. Lo que la rica imaginación de Nicolás Poussin pudo aprehender de forma clara y perceptible viendo a este ser sobrenatural, era una imagen completa de la naturaleza del artista, de esa naturaleza loca a la que tantos poderes son confiados y de los que, demasiado a menudo, abusa, arrastrando consigo a la fría razón, a los burgueses e incluso a algunos aficionados, a través de mil caminos pedregosos a un lugar donde, para ellos, nada hay, mientras que, retozando en sus fantasías, esa muchacha de alas blancas descubre allí epopeyas, castillos y obras de arte. ¡Naturaleza burlona y buena, fecunda y pobre! Así, para el entusiasta Poussin, este anciano, por una transfiguración súbita, se había convertido en el Arte mismo, el arte con sus secretos, sus arrebatos y sus ensoñaciones.
    -Sí, querido Porbus -prosiguió Frenhofer-, hasta ahora no he podido encontrar una mujer intachable, un cuerpo cuyos contornos sean de una belleza perfecta y cuyas encarnaciones… ¿Pero dónde se encuentra, viva -dijo, interrumpiéndose-, esa Venus de los antiguos, imposible de hallar, siempre buscada y de la que apenas encontramos algunas bellezas dispersas? ¡Oh, por ver un momento, una sola vez, la naturaleza divina, completa, el ideal, en fin, daría toda mi fortuna; iría a buscarte hasta tus limbos, celestial belleza! Como Orfeo, descendería al infierno del arte para recuperar de allí la vida.
    -Podemos marcharnos -le dijo Porbus a Poussin-, ¡ya no nos oye, ya no nos ve!
    -Vamos a su taller -respondió el joven maravillado.
    -¡Oh, el viejo reitre ha sabido custodiar la entrada. Sus tesoros están demasiado bien guardados como para que podamos llegar hasta ellos. No he esperado el parecer y la ocurrencia de usted para intentar el asalto al misterio.
    -¿Hay, pues, un misterio?
    -Sí -respondió Porbus-. El viejo Frenhofer es el único discípulo que Mabuse quiso tener. Convertido en su amigo, su salvador, su padre, Frenhofer sacrificó la mayoría de sus tesoros para satisfacer las pasiones de Mabuse; a cambio, Mabuse le legó el secreto del relieve, la facultad de dar a las figuras esa vida extraordinaria, esa flor natural, nuestra eterna desesperación, cuya factura a tal punto dominaba, que un día, habiendo vendido y bebido el damasco de flores con el que debía vestirse para presenciar la entrada de Carlos Quinto, acompañó a su maestro con una vestimenta de papel adamascado, pintado. El brillo peculiar de la estofa que llevaba Mabuse sorprendió al emperador, quien, al querer felicitar por ello, al protector del viejo borracho, descubrió la superchería. Frenhofer es un hombre apasionado por nuestro arte, que ve más alto y más lejos que los demás pintores. Ha meditado profundamente sobre los colores y sobre la verdad absoluta de la línea; pero, a fuerza de búsquedas, ha llegado a dudar del objeto mismo de sus investigaciones. En sus momentos de desesperación pretende que el dibujo no existe, y que con líneas sólo se pueden representar figuras geométricas; cosa que está más allá de la verdad, ya que con el trazo negro, que no es un color, se puede hacer una figura; lo que prueba que nuestro arte, al igual que la naturaleza, está compuesto por una infinidad de elementos: el dibujo proporciona un esqueleto, el color es la vida, pero la vida sin el esqueleto es algo más incompleto que el esqueleto sin la vida. En fin, hay algo más verdadero que todo esto, y es que la práctica y la observación lo son todo para un pintor, y que si el razonamiento y la poesía disputan con los pinceles, se acaba dudando como ese buen hombre, que es tan loco como pintor. Pintor sublime, tuvo la desgracia de nacer rico, lo que le ha permitido divagar. ¡No lo imite! ¡Trabaje! Los pintores no deben meditar sino con los pinceles en la mano.
    -¡Entraremos en su estudio! -exclamó Poussin sin escuchar ya a Porbus y sin dudar ya de nada.
    Porbus sonrió ante el entusiasmo del joven desconocido y se despidió de él, invitándolo a ir a visitarlo.
    Nicolás Poussin regresó con pasos lentos hacia la Rue de la Harpe, y, sin darse cuenta, pasó de largo la modesta posada donde se alojaba. Subiendo con inquieta celeridad su miserable escalera llegó a una habitación en el piso alto, situada bajo una techumbre de entramado, sencilla y ligera cubierta de las casas del viejo París. Cerca de la única y sombría ventana de esta habitación vio a una muchacha que, al ruido de la puerta, se irguió al instante, impulsada por el amor; había reconocido al pintor por su forma de girar el picaporte.
    -¿Qué te pasa? -le preguntó.
    -¡Me pasa, me pasa -gritó él, sofocado por el placer-, que me he sentido pintor! ¡Hasta ahora, había dudado de mí, pero esta mañana he creído en mí mismo! ¡Puedo ser un gran hombre! ¡Animo, Gillette, seremos ricos, felices! Hay oro en estos pinceles.
    Pero calló de repente. Su rostro grave y vigoroso perdió la expresión de alegría en cuanto comparó la inmensidad de sus esperanzas con la mediocridad de sus recursos. Las paredes estaban cubiertas por simples papeles llenos de bocetos a lápiz. No poseía ni siquiera cuatro lienzos utilizables. Los pigmentos tenían entonces precios elevados, y el pobre hidalgo contemplaba su paleta casi desnuda. En medio de esta miseria, sentía y poseía increíbles riquezas en su corazón, y la plétora de un genio devorador. Llevado a París por un gentil hombre amigo, o quizás por su propio talento, había encontrado de inmediato una amante, una de esas almas nobles y generosas destinadas a sufrir junto a un gran hombre, cuyas miserias abrazan y cuyos caprichos se esfuerzan por comprender; fuertes para la miseria y el amor, como otras son intrépidas para llevar el lujo, para hacer ostentación de su insensibilidad. La sonrisa errante en los labios de Gillette doraba ese desván y rivalizaba con el esplendor del cielo. El sol no siempre brillaba, pero ella siempre estaba allí, recogida en su pasión, aferrada a su felicidad, a su sufrimiento, consolando al genio que se desbordaba en el amor antes de adueñarse del arte.
    -Escucha, Gillette, ven.
    La obediente y alegre joven saltó sobre las rodillas del pintor. Era toda gracia, toda belleza, hermosa como una primavera, adornada con todas las riquezas femeninas e iluminándolas con el fuego de un alma bella.
    -¡Oh Dios! -exclamó él-, jamás me atrevería a decirle…
    -¿Un secreto? -prosiguió ella-; quiero saberlo.
    Poussin quedó pensativo.
    -Habla, pues.
    -¡Gillette! ¡pobre corazón amado!
    -¡Oh! ¿Quieres algo de mí?
    -Sí.
    -Si deseas que vuelva a posar para ti como el otro día -continuó ella con un aire ligeramente mohíno-, no accederé nunca más porque en tales momentos, tus ojos no me dicen nada. Dejas de pensar en mí aunque me estés mirando.
    -¿Preferirías verme copiando a otra mujer?
    -Tal vez -dijo ella-, si fuera muy fea.
    -Veamos -continué Poussin con seriedad-, ¿si para mi futura gloria, si para que llegue a ser un gran pintor, fuera necesario que posaras para otro?
    -Quieres ponerme a prueba -dijo ella-. Bien sabes que no lo haría.
    Poussin dejó caer la cabeza sobre el pecho, como un hombre que sucumbe a una alegría o a un dolor demasiado fuerte para su alma.
    -Escucha -dijo ella tirando a Poussin de la manga de su gastado jubón-: te he dicho, Nick, que daría mi vida por ti, pero nunca te he prometido renunciar a mi amor, mientras viva.
    -¿Renunciar? -exclamó Poussin.
    -Si me mostrara así a otro, dejarías de amarme. Y yo misma me encontraría indigna de ti. Obedecer tus caprichos, ¿no es algo natural y sencillo? Muy a mi pesar, soy dichosa e incluso me siento orgullosa de hacer tu santa voluntad. Pero, para otro, ¡qué asco!
    -Perdóname, querida Gillette -dijo el pintor cayendo de rodillas-. Prefiero ser amado a ser famoso. Para mí eres más bella que la fortuna y los honores. Anda, tira mis pinceles, quema estos bocetos. Me he equivocado. Mi vocación es amarte. No soy pintor, soy enamorado. ¡Mueran el arte y todos sus secretos!
    Ella lo admiraba feliz, seducida. Reinaba, sentía instintivamente que, por ella, las artes eran olvidadas y arrojadas a sus pies como un grano de incienso.
    -Sin embargo, se trata sólo de un anciano -continuó Poussin-. No podrá ver en ti más que a la mujer. ¡Eres tan perfecta!
    -Hay que amar -exclamó ella, dispuesta a sacrificar sus escrúpulos de amor para recompensar a su amante por todos los sacrificios que hacía por ella-. Pero -prosiguió- eso sería perderme. ¡Ah! perderme por ti. Sí, ¡eso es realmente hermoso! Pero me olvidarás. ¡Oh, qué mala ocurrencia has tenido!
    -La he tenido y, no obstante, te amo -dijo él con aire contrito; pero soy un infame.
    -¿Y si lo consultamos con el padre Hardouin? -dijo ella.
    -¡Oh no! Que sea un secreto entre nosotros dos.
    -Está bien, iré; pero tú no estés presente -dijo-. Quédate en la puerta, armado con tu daga; si grito, entra y mata al pintor.
    Pensando sólo en su arte, Poussin estrechó a Gillette entre sus brazos.
    -¡Ya no me ama! -pensó Gillette cuando se encontró sola.
    Ella se arrepentía ya de su decisión. Pero pronto fue presa de un espanto más cruel que su arrepentimiento, y se esforzó en rechazar un horrible pensamiento que crecía en su corazón. Creía amar ya menos al pintor, presintiéndolo menos digno de amor que antes.
    II
    CATHERINE LESCAULT
    Tres meses después del encuentro de Poussin con Porbus, éste fue a visitar al maestro Frenhofer. El anciano, en ese momento, era víctima de una de esas depresiones profundas y espontáneas cuya causa se encuentra, de creer a los matemáticos de la medicina, en una mala digestión, en el viento, en el calor o en cualquier empacho de los hipocondrios y, según los espiritualistas, en la imperfección de nuestra naturaleza moral. El pobre hombre, pura y simplemente, se había agotado perfeccionando su misterioso cuadro. Estaba lánguidamente sentado en un amplio sillón de roble esculpido y guarnecido con cuero negro; sin abandonar su actitud melancólica, miró a Porbus desde el fondo de su hastío.
    -¿Qué ocurre, maestro? -le dijo Porbus , el color ultramar que fue a buscar a Brujas, ¿era malo? ¿No puede desleir su nuevo blanco? ¿Se ha alterado su aceite o se le resisten los pinceles?
    -¡Ay de mí! -exclamó el anciano-; por un momento he creído que mi obra estaba terminada; pero ciertamente me he equivocado en algunos detalles y no estaré tranquilo hasta que haya esclarecido mis dudas. He decidido viajar a Turquía, a Grecia y a Asia para buscar allí una modelo y comparar mi cuadro con diferentes naturalezas. Tal vez tenga allí arriba -continuó, dejando escapar una sonrisa de satisfacción- la naturaleza misma. A veces casi temo que un soplo despierte a esa mujer y que se me vaya.
    Después se levantó, de repente, como para irse.
    ¡Oh, oh! -respondió Porbus-, llego a tiempo para evitarle el gasto y las fatigas del viaje.
    -¿Cómo? -preguntó Frenhofer asombrado.
    -El joven Poussin es amado por una mujer cuya incomparable belleza carece de imperfección alguna. Pero, mi querido maestro, si él consiente en prestársela, al menos tendría usted que permitirnos ver su pintura.
    El anciano permaneció de pie, inmóvil, en un estado de absoluta consternación.
    -¡Cómo! -exclamó al fin, dolorido-. ¿Enseñar mi criatura, mi esposa? ¿Rasgar el velo bajo el que castamente he cubierto mi felicidad? ¡Eso sería una abominable prostitución! Hace ya diez años que vivo con esa mujer; es mía, sólo mía, ella me ama. ¿Acaso no me ha sonreído a cada pincelada que le he dado? Tiene un alma, el alma que yo le he dado. Se ruborizaría si una mirada distinta a la mía se posara en ella. ¡Enseñarla! ¿Qué marido, qué amante sería tan vil como para llevar a su mujer a la deshonra? Cuando haces un cuadro para la corte, no pones toda tu alma en él; ¡no vendes a los cortesanos más que maniquís coloreados! Mi pintura no es una pintura; ¡es un sentimiento, una pasión! Nacida en mi taller, ha de permanecer virgen en él y sólo puede salir de allí vestida. ¡La poesía y las mujeres no se entregan, desnudas, sino a sus amantes! ¿Poseemos acaso la modelo de Rafael, la Angélica de Ariosto, la Beatriz de Dante? ¡No! Sólo vemos sus Formas. Pues bien, la obra que guardo arriba, bajo cerrojos, es una excepción en nuestro arte. No es un cuadro, ¡es una mujer!, una mujer con la que lloro, río, charlo y pienso. ¿Pretendes que, de repente, abandone una felicidad de diez años como se tira un abrigo? ¿Que, de golpe, deje de ser padre, amante y Dios? Esa mujer no es una criatura, es una creación. Que venga tu joven amigo y le daré mis tesoros, le daré cuadros de Correggio, de Miguel Ángel, de Tiziano, besaré la huella de sus pasos en el polvo, pero ¿convertirlo en mi rival? ¡Qué vergüenza! ¡Ay! soy aún más amante que pintor. Sí, tendré fuerzas para quemar mi Belle Noiseuse cuando esté a punto de exhalar mi último aliento, pero ¿hacerle soportar la mirada de un hombre, de un joven, de un pintor? ¡No, no! ¡Mataría al día siguiente a quien la hubiera mancillado con una mirada! ¡Te mataría al momento, a ti, mi amigo, si no la saludaras de rodillas! ¿Pretendes ahora que someta mi ídolo a las frías miradas y a las estúpidas críticas de los imbéciles? ¡Aj! El amor es un misterio, sólo puede vivir en el fondo de los corazones y todo está perdido cuando un hombre dice, siquiera sea a su amigo:
    -¡He aquí aquélla a la que amo!
    El anciano parecía haber rejuvenecido; sus ojos tenían brillo y vida, sus pálidas mejillas habían adquirido un matiz de un rojo encendido, y sus manos temblaban. Porbus, asombrado por la violencia apasionada con que estas palabras fueron dichas, no sabía qué responder ante un sentimiento tan nuevo como profundo. ¿Frenhofer estaba cuerdo o loco? ¿Estaba dominado por una fantasía de artista, o acaso las ideas que había expresado procedían de ese fanatismo inefable producido en nosotros por el largo alumbramiento de una gran obra? ¿Existía alguna esperanza de poder convivir con esa extraña pasión?
    Dominado por todos estos pensamientos, Porbus dijo al anciano:
    -¿Pero no se trata de mujer por mujer?; ¿no entrega Poussin su amante a las miradas de usted?
    -¿Qué amante? -respondió Frenhofer-. Ella lo traicionará tarde o temprano. ¡La mía siempre me será fiel!
    -¡Está bien! -continuó Porbus-, no se diga más. Pero antes de que usted encuentre, siquiera en Asia, una mujer tan bella, tan perfecta como aquélla de la que habló, usted quizás habrá muerto sin haber acabado su cuadro.
    -¡Oh!, ya está acabado -dijo Frenhofer-. Quien lo viese creería llegar a percibir una mujer echada sobre un lecho de terciopelo, bajo unos cortinajes. Cerca de ella un trébedes de oro exhala perfumes. Estarías tentado de coger la borla de los cordones que retienen las cortinas, y te parecería ver el seno de Catherine Lescault, una bella cortesana llamada la Belle Noiseuse, traducir el movimiento de su respiración. No obstante, querría estar seguro…
    -Ve, pues, a Asia -respondió Porbus al percibir una cierta vacilación en la mirada de Frenhofer.
    Y Porbus dio algunos pasos hacia la puerta de la estancia.
    En ese momento, Gillette y Nicolás Poussin habían llegado a la morada de Frenhofer. Cuando la muchacha estaba a punto de entrar, soltó el brazo del pintor y retrocedió como si hubiera sido presa de algún súbito presentimiento.
    -¿Pero qué hago yo aquí? -preguntó a su amante con una voz profunda y mirándolo fijamente.
    -Gillette, estoy en tus manos y quiero complacerte en todo. Eres mi conciencia y mi gloria. Vuelve a casa, sería más feliz, tal vez, que si tú…
    -¿Soy dueña de mí misma cuando me hablas así? ¡Oh, no!, no soy más que una niña. Vamos, -añadió, pareciendo hacer un tremendo esfuerzo-; si nuestro amor muere y si sufro en mi corazón una permanente pena, ¿no será tu celebridad el precio de mi obediencia a tus deseos? Entremos, eso supondrá vivir, aunque no sea sino como un recuerdo, para siempre, en tu paleta.
    Al abrir la puerta de la casa, los amantes se encontraron con Porbus, quien, sorprendido por la belleza de Gillette cuyos ojos estaban, en ese momento, llenos de lágrimas, la asió, toda temblorosa, y la llevó ante el anciano:
    -Mírela -dijo-, ¿no vale todas las obras maestras del mundo?
    Frenhofer se estremeció. Gillette estaba allí en la actitud candorosa y sencilla de una joven georgiana inocente y atemorizada, raptada y ofrecida por unos bandidos a un traficante de esclavos cualquiera. Un púdico rubor coloreaba su rostro, bajaba los ojos, sus manos colgaban a ambos lados, sus fuerzas parecían abandonarla y las lágrimas protestaban contra la violencia hecha a su pudor. En ese momento Poussin, lamentando haber sacado aquel bello tesoro de su buhardilla, se maldijo a sí mismo. Se tornó más amante que artista y mil escrúpulos le torturaron el corazón al ver la mirada rejuvenecida del anciano, quien, con hábito de pintor, desnudó, por decirlo de alguna manera, a esta muchacha, adivinando sus más secretas formas. Entonces recayó en los feroces celos del verdadero amor.
    -¡Gillette, vámonos! -gritó.
    Ante esa intensidad, ante ese grito, su amante, alborozada, levantó la mirada hacia él, lo vio y corrió a sus brazos.
    -¡Ah!, me amas, pues -respondió ella, deshaciéndose en lágrimas.
    Tras haber tenido la entereza necesaria para callar su sufrimiento, le faltaban fuerzas para ocultar su felicidad.
    -¡Oh!, déjemela por un momento -dijo el viejo pintor-, y podrá compararla con mi Catherine. Sí, acepto el reto.
    Aún había pasión en la exclamación de Frenhofer. Parecía galantear con su ficción de mujer y gozar, por adelantado, del triunfo que la belleza de su virgen iba a obtener frente a la de una joven verdadera.
    -No le permita desdecirse -exclamó Porbus dando una palmada en el hombro de Poussin-. Los frutos del amor son efímeros; los del arte son inmortales.
    -Para él -respondió Gillette mirando atentamente a Poussin y a Porbus-, ¿no soy, pues, más que una mujer?
    Levantó la cabeza con orgullo; pero cuando, tras haber lanzado una mirada fulgurante a Frenhofer, vio a su amante entregado, nuevamente, a la contemplación del retrato que poco antes había tomado por un Giorgione, dijo:
    -¡Ah, subamos! A mí nunca me ha mirado así.
    -Viejo -dijo Poussin, sacado de su meditación por la voz de Gillette-, ¿ves esta espada? La hundiré en tu corazón a la primera palabra de queja que pronuncie esta muchacha; incendiaré tu casa y nadie se salvará. ¿Entiendes?
    Nicolás Poussin tenía un aspecto sombrío y su parlamento fue terrible. Esta actitud y, sobre todo, el gesto del joven pintor, consolaron a Gillette, quien casi le perdonó que la sacrificara por la pintura y por su glorioso porvenir. Porbus y Poussin permanecieron a la puerta del taller, mirándose el uno al otro en silencio. Si bien, al principio, el pintor de la María Egipcíaca se permitió algunas exclamaciones: -¡Ah! ella se está desnudando, ¡él le pide que salga a la luz! ¡La está comparando!-, en seguida calló al ver el aspecto de Poussin, cuyo semblante estaba profundamente afligido, y, si bien los viejos pintores ya no tienen esos escrúpulos, tan insignificantes ante el arte, los admiró por lo ingenuos y hermosos que eran. El joven tenía su mano sobre la empuñadura de su daga y la oreja casi pegada a la puerta. Ambos, en la penumbra y de pie, parecían, de tal guisa, dos conspiradores en espera del momento oportuno para atentar contra un tirano.
    -Pasen, pasen -les dijo el anciano radiante de dicha-. Mi obra es perfecta y ahora puedo mostrarla con orgullo. Jamás pintor, pinceles, colores, lienzo ni luz lograrán crear una rival de Catherine Lescault, la bella cortesana.
    Movidos por una viva curiosidad, Porbus y Poussin se precipitaron hasta el centro de un amplio taller cubierto de polvo, donde todo estaba en desorden y en el que vieron, aquí y allá, cuadros colgados de las paredes. Se detuvieron, en primer lugar, ante una figura de tamaño natural, semidesnuda, ante la que quedaron llenos de admiración.
    ¡Oh!, dejen eso -dijo Frenhofer-, es una tela que he emborronado para estudiar una postura; ese cuadro no vale nada. He aquí mis errores -prosiguió, mostrándoles espléndidas composiciones suspendidas de las paredes de alrededor.
    Ante estas palabras, Porbus y Poussin, estupefactos ante su desdén por tales obras, buscaron el retrato anunciado, sin conseguir descubrirlo.
    -Pues bien, ¡aquí está! -les dijo el anciano, con los cabellos desordenados, con el rostro inflamado por una exaltación sobrenatural, con los ojos centelleantes y jadeando como un joven embriagado de amor-. ¡Ah, ah! -exclamó-, ¡no esperaban tanta perfección! Están ante una mujer y buscan un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, su atmósfera es tan real, que no llegan a distinguirlo del aire que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! He aquí las formas mismas de una joven. ¿No he captado bien el color, la viveza de la línea que parece delimitar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos ofrecen los objetos que se encuentran inmersos en la atmósfera como los peces en el agua? ¿Aprecian cómo los contornos se destacan sobre el fondo? ¿No les parece que podrían pasar la mano por esa espalda? Y es que durante siete años he estudiado los efectos del encuentro de la luz con los objetos. Y estos cabellos, ¿no están inundados por la luz?… ¡Creo que ha respirado!… ¿Ven este seno? ¡Ah! ¿quién no querría adorarla de rodillas? Sus carnes palpitan. Está a punto de levantarse, fíjense.
    ~¿Ve usted algo? -preguntó Poussin a Porbus.
    -No. ¿Y usted?
    -Nada.
    Los dos pintores dejaron al anciano en su éxtasis y comprobaron si la luz, al caer vertical sobre la tela que les mostraba, neutralizaba todos los efectos. Examinaron, entonces, la pintura, colocándose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose alternativamente.
    -Sí, sí, es una pintura -les decía Frenhofer, equivocándose sobre la finalidad de este examen escrupuloso-. Miren, aquí está el bastidor y esto es el caballete; en fin, aquí están mis colores y mis pinceles.
    Y tomó una brocha que les mostró con un gesto pueril.
    -El viejo lansquenete se burla de nosotros -dijo Poussin volviendo ante el pretendido cuadro-. Aquí no veo más que colores confusamente amontonados y contenidos por una multitud de extrañas líneas que forman un muro de pintura.
    -Estamos en un error, ¡mire!… -continuó Porbus.
    Al acercarse percibieron, en una esquina del lienzo, el extremo de un pie desnudo que salía de ese caos de colores, de tonalidades, de matices indecisos, de aquella especie de bruma sin forma; un pie delicioso, ¡un pie vivo! Quedaron petrificados de admiración ante ese fragmento librado de una increíble, de una lenta y progresiva destrucción. Aquel pie aparecía allí como el torso de alguna Venus de mármol de Paros que surgiera entre los escombros de una ciudad incendiada.
    -¡Hay una mujer ahí debajo! -exclamó Porbus señalando a Poussin las capas de colores que el viejo pintor había superpuesto sucesivamente, creyendo perfeccionar su obra.
    Los dos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, empezando a comprender, aunque vagamente, el éxtasis en que vivía.
    -Lo ha hecho de buena fe -dijo Porbus.
    -Sí, amigo mío -respondió el anciano, desvelándose-; hace falta la fe, fe en el arte, y vivir durante mucho tiempo con la propia obra, para poder realizar semejante creación. Algunas de estas sombras me han costado mucho trabajo. Miren, allí hay, en su mejilla, bajo los ojos, una ligera penumbra que, si la observan al natural, les parecerá casi intraducible. Pues bien, ¿creen que no me ha costado esfuerzos inauditos reproducirla? Además, mi querido Porbus, si observas atentamente mi trabajo, comprenderás mejor lo que te decía sobre la manera de tratar el modelado y los contornos. Mira la luz del seno y observa cómo, con una serie de toques y de realces muy empastados, he conseguido atrapar la verdadera luz y combinarla con la blancura fulgente de los tonos iluminados; y cómo, mediante un trabajo inverso, eliminando los resaltes y el grano del empaste, he podido, a fuerza de acariciar el contorno de mi figura, atenuado con medios tonos, suprimir hasta la idea de dibujo y de medios artificiales y darle la apariencia y la redondez misma de la naturaleza. Acérquense; verán mejor el trabajo. De lejos, desaparece. ¿Se dan cuenta? Aquí creo que es muy visible.
    Y, con el extremo de su brocha, señalaba a los dos pintores un empaste de color claro.
    Porbus dio una palmada en el hombro del anciano y volviéndose hacia Poussin dijo a éste:
    -¿Sabe usted que vemos en él a un pintor muy importante?
    -Es aún más poeta que pintor -respondió Poussin con gravedad.
    -Aquí -continuó Porbus tocando la tela-, acaba nuestro arte en la tierra.
    -Y, desde aquí, sube a perderse en los cielos -dijo Poussin.
    -¡Cuántos placeres en este trozo de lienzo! -exclamó Porbus.
    El anciano, absorto, no los escuchaba y sonreía a esa mujer imaginaria.
    -Pero, tarde o temprano, ¡se dará cuenta de que no hay nada en su lienzo! -exclamó Poussin.
    -Nada en mi lienzo -dijo Frenhofer mirando alternativamente a ambos pintores y a su supuesto cuadro.
    -¡Qué ha hecho usted! -le dijo Porbus a Poussin.
    El anciano agarró con fuerza el brazo del joven y le dijo:
    -¡No ves nada, patán!, ¡bandido!, ¡villano!, ¡afeminado! Entonces, ¿por qué has subido aquí? Mi buen Porbus -continuó, volviéndose hacia el pintor-, ¿también usted se está burlando de mí? ¡Conteste! Soy su amigo, dígame, ¿he echado a perder, pues, mi cuadro?
    Porbus, indeciso, no osó decir nada, pero la angustia que se dibujaba en el pálido rostro del anciano era tan atroz, que señaló la tela diciéndole:
    -¡Mire!
    Frenhofer contempló su cuadro durante un instante y vaciló.
    -¡Nada, nada! ¡Y haber trabajado durante diez años!
    Se sentó y lloró.
    -¡Así que soy un imbécil, un loco! ¡No tengo, pues, ni talento, ni capacidad; no soy más que un hombre rico que cuando camina, no hace sino caminar! De modo que no he producido nada.
    Contempló su lienzo a través de sus lágrimas, se irguió de repente con orgullo, y lanzó a los dos pintores una mirada centelleante.
    -¡Por la sangre, por el cuerpo, por la cabeza de Cristo, son unos envidiosos que pretenden hacerme creer que está malograda para robármela! ¡Yo, yo la veo! -gritó-; es maravillosamente bella.
    En ese momento, Poussin oyó el llanto de Gillette, olvidada en un rincón.
    -¿Qué te ocurre, ángel mío? -le preguntó el pintor, súbitamente enamorado de nuevo.
    -¡Mátame! -dijo ella-. Sería una infame si te amase todavía, porque te desprecio. Te admiro y me causas horror. Te amo y creo que ya te odio.
    Mientras Poussin escuchaba a Gillette, Frenhofer cubría a su Catherine con una sarga verde, con la seria tranquilidad de un joyero que cierra sus cajones creyéndose en compañía de diestros ladrones. Lanzó a ambos pintores una mirada profundamente llena de desprecio y de suspicacia, y los despachó en silencio de su taller, con una celeridad convulsiva. Luego les dijo, desde el umbral de su casa:
    -Adiós, mis jóvenes amigos.
    Este adiós heló a los dos pintores. Al día siguiente, Porbus, preocupado, volvió a visitar a Frenhofer, y supo que había muerto durante la noche, después de haber quemado sus cuadros.

  • William Faulkner – Una rosa para Emily

    William Faulkner – Una rosa para Emily

    faulkner cuentos reunidos

    Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

    La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

    Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

    Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.

    Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.

    Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.

    Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.

    No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.

    Su voz fue seca y fría.

    -Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.

    -De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?

    -Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

    -Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos…

    -Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.

    -Pero, señorita Emilia…

    -Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.

    II

    Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

    “Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

    Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.

    -¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.

    -¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?

    -No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.

    Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

    -Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.

    Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.

    -Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…

    -Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?

    Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.

    Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..

    Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.

    Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.

    No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.

    III

    La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena…

    Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler…

    Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:

    “¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.

    Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”

    Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.

    -Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.

    -Necesito un veneno -dijo.

    >-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…

    >-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.

    El droguero le enumeró varios.

    -Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?

    -Quiero arsénico. ¿Es bueno?

    -¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea…?

    -Quiero arsénico.

    El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.

    -¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.

    La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.

    IV

    Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos….

    Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama….

    De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido….

    Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer….

    Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él….

    Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven….

    Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

    Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.

    Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.

    Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.

    Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.

    Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.

    V

    El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

    Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.

    Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.

    El hombre yacía en la cama..

    Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.

    Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.

    «A Rose for Emily», 1930.

  • Alphonse Daudet – La última clase

    Alphonse Daudet – La última clase

    Alphonse Daudet - La última clase

    Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.
    ¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.
    Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”
    Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:
    -No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.
    Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.
    De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:
    -¡Silencio! ¡Un poco de silencio!
    Yo contaba con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo. Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No les digo si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!
    Pues bien: ¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:
    -Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.
    Me monté sobre el banco, y en seguida me senté al pupitre. Fue entonces cuando, algo recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la clase entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me sorprendió más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía en las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas.
    Mientras yo hacía estas extrañas observaciones, el señor Hamel se había subido a su tribuna, y con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:
    -¡Hijos míos!, es el último día que les doy clase. Ha llegado de Berlín la orden de que no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena… El maestro nuevo llega mañana. Hoy es nuestra última lección de francés; les suplico que pongan toda su atención.
    Estas cuatro palabras me trastornaron por completo. ¡Miserables! Esto es lo que nos preparaban con el bando de la Alcaldía.
    ¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir! Entonces, ¡yo no lo aprendería nunca! ¡No pasaría de ahí! ¡Cómo me reprochaba a mí mismo el tiempo perdido, los novillos que había hecho para ir a nidos o a patinar sobre el Saar! Mis libros, que hacía poco me aburrían tanto y tanto me pesaban en la mano, mi Gramática, mi Historia Sagrada, ahora me parecían viejos amigos, de quienes me costaría mucho trabajo separarme. Lo mismo que el señor Hamel. La idea de que iba a marcharse, de que ya no lo vería más, me hacía olvidar los castigos y los palmetazos.
    ¡Pobre hombre! Se había puesto su traje bueno de los domingos en honor a la última clase. Ahora ya comprendía también por qué estos viejos del pueblo habían venido a sentarse en lo último de la sala. Parecía que sentían no haber venido más a menudo; era también una manera de dar las gracias al maestro por sus cuarenta años de buenos servicios, de ofrecer sus respetos a la patria que se marchaba con él…
    Estaba en este punto de mis reflexiones, cuando oí que el maestro me llamaba. Me había llegado el turno. ¡Qué no habría dado yo por poder decir de un tirón aquella terrible regla del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a las primeras palabras me embrollé, y allí me quedé, de pie, balanceándome en el banco, con el corazón en un puño y sin atreverme a levantar la cabeza. El señor Hamel me iba diciendo:
    -No te riño, pobrecito; bastante castigado estás… Pero, mira, las cosas son así. Todos los días nos decimos ¡Bah!, tengo tiempo, ya estudiaré mañana, y luego, aquí tienes lo que pasa. ¡Ay! Ésta ha sido la gran desgracia de nuestra Alsacia: dejar siempre su instrucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos: Pero ¿cómo? ¿Pretenden ser franceses y no saben hablar su lengua? De todo ello, tú no tienes mucha culpa; todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en cara. A sus padres no les ha importado gran cosa verlos instruidos; les parecía mejor mandarlos a trabajar la tierra o a las fábricas, para reunir unos cuantos céntimos más. Y yo mismo, ¿no tengo algo que reprocharme también? ¿No les hacía muchas veces regar mi jardín en vez de estudiar? Y cuando quería irme a pescar truchas, ¿me violentaba algo para mandarlos a paseo?
    Y después, de una cosa en otra, el señor Hamel llegó a hablarnos de la lengua francesa, diciendo que era la lengua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla nunca, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si tuviera la llave de la prisión1. Después cogió una gramática y nos leyó la lección; yo estaba asombrado de ver cómo lo comprendía; todo lo que decía me pareció fácil, facilísimo. Acaso fuera que nunca había escuchado con tanta atención y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicaciones. Se diría que el pobre quería infundirnos todo su saber antes de marcharse, que nos lo quería meter de golpe en la cabeza.
    Cuando hubo terminado la lección pasamos a la escritura. El maestro nos había preparado modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra redonda: Francia, Alsacia, Francia, Alsacia. Parecían banderitas que ondeaban por toda la clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Era de ver cómo nos aplicábamos todos! ¡Qué silencio! No se oía más que el rasguear de las plumas sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejorros; nadie paró en ellos, ni siquiera los pequeñuelos, que no levantaban cabeza, trazando sus palotes con tanta afición como si fueran francés también.
    Sobre el tejado de la escuela, las palomas se arrullaban dulcemente; al oírlas me preguntaba: “¿Las obligarán también a arrullarse en alemán?”
    De vez en cuando levantaba los ojos de mi plana y veía al señor Hamel, inmóvil en su silla, mirando fijamente los objetos a su alrededor, como si quisiera llevarse en la mirada toda su escuela. ¡Figúrense! Desde hacía cuarenta años estaba allí; en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre parecida; sólo los bancos, los pupitres, se habían lustrado, bruñidos por el uso; los nogales del patio habían crecido, y la enredadera, plantada por su mano, festoneaba las ventanas y subía hasta las tejas. ¡Qué tortura debía ser para aquel pobre hombre dejar todas estas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en el piso de encima haciendo las maletas!… Porque debían partir al día siguiente, ¡irse de su tierra para siempre!
    Sin embargo, aún tuvo ánimos para darnos la clase de cabo a rabo. Después de la escritura dimos la lección de historia; más tarde, los más pequeños cantaron juntos el ba, be, bi, bo, bu. Allá en lo último de la sala, el viejo Hauser se había puesto los espejuelos, y, con la cartilla abierta, deletreaba a coro con ellos. Se veía que también él se aplicaba; su voz temblaba de emoción y era tan gracioso oírlo, que teníamos ganas de reír y llorar a la vez. ¡Ay! ¡Siempre me acordaré de esta ultima clase!
    En esto, el reloj de la iglesia dio las doce; después, sonó el Ángelus. En el mismo momento, los sonidos de las trompetas de los prusianos, que volvían de la instrucción, estallaron bajo las ventanas. El señor Hamel se levantó de su asiento completamente demudado; nunca me había parecido tan grande.
    -Hijos míos -dijo-; hijos míos… Yo…, yo…
    Pero algo lo ahogaba, y no pudo terminar la frase.
    Entonces se volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y, calcando con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan gruesos como pudo:
    “¡VIVA FRANCIA!”
    Y allí se quedó, la cabeza apoyada contra la pared. Y, sin hablar, nos hacía con la mano señas que querían decir:
    -Se ha acabado… Salgan.

  • Fragmentos de obras Miguel Delibes

    Fragmentos de obras Miguel Delibes

    Miguel Delibes

    Valladolid y Castilla de Miguel Delibes

    Cinco horas con Mario

    Pero ¿qué sabes tú de caridad? Prefiero no acordarme de tu conferencia, Mario, y todavía, venga, \»eso son pataletas lógicas, no te preocupes, ya se la pasará\», ¿Habráse visto egoísmo? ¡Cínico, más que cínico¡, perdona, Mario, cariño, que no sé lo que me digo, que me pongo como loca cada vez que pienso en el traje que tenía pensado, con el talle un poco alto, de corte princesa, que hubiese dado el golpe, seguro, fíjate, que los hombres no tenéis ni idea de lo que eso significa para una mujer. Pero es igual, tú tieso en tus trece, que a buena hora si me lo dices al hacernos novios, da gracias a que después de la pedida yo no podía dar la campanada, que si no …

    En teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos,estemos con eso contentos.Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones,en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina,porque la raiz de todos los males es la avaricia,y por eso mismo me será muy dificil perdonarte, cariño,por muchos años que viva,el que me quitaste el capricho de un coche.Comprendo que a poco de casarnos eso era un lujo,pero hoy un seiscientos lo tiene todo el mundo,Mario,hasta las porteras si me apuras,que a la vista está.Nunca lo entenderás,pero a una mujer,no se como decirte,le humilla que todas sus amigas vayan en coche y ella a patita,que,te digo la verdad,pero cada vez que Esther o Valentina o el mismo Crescente,el ultramarinero,me hablaban de su excursión del domingo me enfermaba,palabra. Aunque me esté mal el decirlo, tú has tenido la suerte de dar con una mujer de su casa, una mujer que de dos saca cuatro, y te has dejado querer, Mario, que así qué cómodo, que te crees que con un broche de dos reales o un detallito por mi santo ya estás cumplido, y ni hablar, borrico, que me he hartado de decirte que no vivías en el mundo pero tú, que si quieres. Y eso, ¿sabes lo que es, Mario? Egoísmo puro, para que te enteres, que ya sé que un catedrático de instituto no es un millonario, ojalá, pero hay otras cosas, creo yo, que hoy en día nadie se conforma con un empleo. Ya, vas a decirme que tú tenías tus libros y El Correo, pero si yo te digo que tus libros y tu periodicucho no nos han dado más que disgustos, a ver si miento, no me vengas ahora, hijo, líos con la censura, líos con la gente y, en sustancia, dos pesetas. Y no es que me pille de sorpresa, Mario, porque lo que yo digo, ¿quién iba a leer esas cosas tristes de gentes muertas de hambre que se revuelcan en el barro como puercos? Vamos a ver, tú piensa con la cabeza, ¿quién iba a leer ese rollo de El castillo de arena donde no hablas más que de filosofías? Tú mucho con que si la tesis y el impacto y todas esas historias, pero ¿quieres decirme con qué se come eso? A la gente le importan un comino las tesis y los impactos, créeme, que a ti, querido, te echaron a perder los de la tertulia, el Aróstegui y el Moyano, ese de las barbas, que son unos inadaptados.

    Los Santos Inocentes

    ¿y qué me dices de tu cuñado, Paco, ese retrasado, el de la granja? Tú me dijiste una vez que con el palomo podía dar juego, y Paco, el Bajo, ladeó la cabeza, el Azarías es inocente, pero pruebe, mire, por probar nada se pierde, volvió los ojos hacia la fila de casitas molineras, todas gemelas, con el emparrado sobre cada una de las puertas, y voceó, ¡Azarías! y, al cabo de un rato, se personó el Azarías, el pantalón por las corvas, la sonrisa babeante, masticando la nada, …

    Las ratas

    El Nini siguió avanzando por la calleja solitaria, arrimado a las casas para eludir el lodazal. Restregaba la moneda que portaba en la mano contra los muros de adobe y al llegar a la primera esquina examinó el brillo nacido en el borde con pueril fruición. El barrizal era allí más espeso, pero el niño lo atravesó sin vacilar, sumergiendo sus pies desnudos en el cieno entreverado de estiércol y escíbalos caprinos, en la pestilente agua estancada de los relejes. Cruzó el pueblo y antes de divisar los establos del Poderoso oyó la voz caliente de Rabino Chico charlando con las vacas. El Rabino Chico estaba al servicio del Poderoso y tenía fama de comprender el lenguaje de los animales.

    El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso, eran hijos del Viejo Rabino, el que, al decir de don Eustasio de la Piedra, el Profesor, era una prueba viva de que el hombre provenía del mono. En efecto, el Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo truncado, y el cuerpo cubierto de un vello negro y espeso, y cuando se cansaba de andar sobre los pies podía hacerlo fácilmente sobre las manos. Por todo ello, don Eustasio de la Piedra le invitó por San Quinciano, allá por el año 33, a un Congreso Internacional, sin otra mira que demostrar ante sus colegas que el hombre descendía del mono y que aún era posible encontrar ejemplares a mitad de la evolución. Después de aquello, don Eustasio le llamaba a la capital cada vez que recibía una visita de cumplido y le hacía desnudar y dar vueltas sobre las manos, muy despacito, encima de una mesa. Al principio, el Viejo Rabino sentía vergüenza, pero pronto se habituó e incluso permitía que don Eustasio, que era un sabio, le tentara las dos vértebras coxígeas sin inmutarse. A partir de entonces, cada vez que un forastero mostraba interés por su particularidad, el Viejo Rabino se soltaba la pretina y se la enseñaba.

    La sombra del ciprés es alargada

    El valle, en rigor, no era tal valle, sino una polvorienta cuenca delimitada por unos tesos blancos e inhóspitos. El valle, en rigor, no daba sino dos estaciones: invierno y verano y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas. Al finalizar mayo comenzaba a descender de los cerros de greda un calor denso y enervante, como una lenta invasión de lava, que en pocas semanas absorbía las últimas humedades del invierno. El lecho de la cuenca, entonces, comenzaba a cuartearse por falta de agua y el río se encogía sobre sí mismo y su caudal pasaba en pocos días de una opacidad lora y espesa a una verdosidad de botella casi transparente. El trigo, fustigado por el sol, espigaba y maduraba apenas granado y a primeros de junio la cuenca únicamente conservaba dos notas verdes: la enmarañada fronda de las riberas del río y el emparrado que sombreaba la mayor de las tres edificaciones que se levantaban próximas a la corriente. El resto de la cuenca asumía una agónica amarillez de desierto. Era el calor y bajo él se hacía la siembra de los melonares, se segaba el trigo, y la codorniz, que había llegado con los últimos fríos de la Baja Extremadura, abandonaba los nidos y buscaba el frescor en las altas pajas de los ribazos. La cuenca parecía emanar un aliento fumoso, hecho de insignificantes partículas de greda y de polvillo de trigo. Y en invierno y verano, la casa grande, flanqueada por el emparrado, emitía un “bom-bom” acompasado, casi siniestro, que era como el latido de un enorme corazón….

    La hoja roja

    La jubilación, dice un amigo de don Eloy, es como la hoja roja del librillo de papel de fumar, que te avisa de que estás llegando al final, en este caso al final de la vida. El viejo Eloy se jubila y cierra así la última vía de escape a su gris existencia. Don Eloy es viudo, y vive en un pisito humilde con la única compañía de la Desi, la criada, una muchacha de pueblo a la que la ciudad todavía le viene grande, aunque pone todo de su parte para aprender de sus amigas, otras chicas de servicio, y adquirir ese aire de ser \»de la capital\» que envidia y desea para ella. Don Eloy está muy solo. Su hijo, notario en Madrid, le mantiene permanantemente apartado de su vida; el abuelo no tiene sitio en la alta sociedad que frecuenta con su elegante mujer. Su amigo Isaías es el único superviviente de su pandilla de juventud, y con él recuerda una y otra vez el pasado, contradiciéndose ambos a veces hasta la exasperación. La sociedad fotográfica, a la que ha pertenecido y en la que tan buenos ratos ha pasado, también corre con los tiempos modernos dejándole atrás….En cuanto a la Desi, su vida gira en torno a su novio del pueblo, el Picaza, muchacho turbio donde los haya, famoso por sus prontos, que ha venido a hacer la mili y que con sus andares chuecos y su mirada torva, la tiene trastornada de pasión…

    El camino

    Daniel, el Mochuelo, se levantó de su cama y por última vez, observó desde su ventana su precioso Valle y recordó sus recuerdos más especiales y traviesos en él, ya que era el momento de irse a la ciudad a estudiar y a empezar una nueva vida allí. El padre de Daniel, el quesero, pregonaba por todo el pueblo la noticia de que su hijo se iba hoy a la ciudad, toda la gente del Valle salió de sus casas y le animaban a irse a la ciudad para ser un hombre de provecho. Cuando Daniel, el Mochuelo, estaba en su habitación escuchó la voz de una niña, era Uca-uca, que se quería despedir de él, ya que le quería mucho. Daniel, el Mochuelo le dijo a Uca-uca que no se quitase las pecas de su cara, ya que así, estaba muy guapa; y que se apartara de la ventana, porque Daniel sabía que iba a llorar y no quería que le vieran, pero mientras se vestía se dio cuenta de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado, y al final, Daniel, el Mochuelo, lloró.

    Viejas historias de Castilla La Vieja

    Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé yo! Lejos». «¿Por tiempo?» dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano».

    Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?». Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ése no; ese es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en mi pueblo»…

    «El día que regrese a mi pueblo», pero, a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: «Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara». Y, a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo». Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos. Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá, en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao». O bien: «Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón».

    O bien: «Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasco para reintegrarle a la colmena». Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.

    El otro hombre

    Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo de romperse la crisma. La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas, más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus ausencias de la escuela.

    Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente. Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso, con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió una sacudida horrible.

    -¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? -dijo él.

    La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces, mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de blanda protección.

    -¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? -dijo ella, y pensó para sí: “¿Será un hijo? ¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy dentro de mí?”.

    Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad. De repente alzó la cabeza. Dijo:

    -Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren prisa.

    Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida, los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla de cristal. “Estoy pensando tonterías”, se dijo. “Lo más seguro es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento.” La voz de él frente a ella la asustó.

    -¿Qué piensas, querida, si puede saberse?

    El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.

    Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:

    -No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.

    No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De repente ella se avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez. “Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así”, pensó. “Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por allanamiento de persona”, se dijo en un vuelo fantástico de la imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:

    -Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.

    Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No, decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el destino y los grandes cambios de los hombres.

    Delibes Miguel – Obras Completas.doc

  • Ernesto Sábato – Fragmento de Sobre héroes y tumbas

    Ernesto Sábato – Fragmento de Sobre héroes y tumbas

    sobre heroes y tumbas

    Galopaban furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: \»Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana\». Detrás se oyen los disparos de la retaguardia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quiénes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe. Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz, sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la calamidad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos. Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hombres montan a caballo pero permanecen largo tiempo mirando hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus mujeres, sus madres. ¿Para siempre? Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito, con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá. Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para combatir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres. Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte. Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral, en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo. Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno, lenta pero inexorablemente; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso y cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. \»En las noches de luna –cuenta un viejo indio– yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Luego aparece, es un caballo muy brioso y lo muenta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del general). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero.\» (¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de grandero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!). Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente… .