Iglesia católica y laicidad

En el año 2007, siendo todavía presbítero de la arquidiócesis de Mendoza, publiqué el siguiente artículo sobre el tema de la «laicidad» según la enseñanza reciente de la Iglesia. Hoy habría que añadir algunos aspectos más. Pienso, por ejemplo, en cómo el presidente Macron de Francia se ha expresado en abril pasado sobre el rol positivo del catolicismo francés y cómo ha presentado la misión de la Iglesia en la moderna sociedad plural y secular. Yo mismo tengo hoy una distancia crítica de lo que opinaba entonces, por ejemplo sobre la legitimidad del artículo 2 de la Constitución Nacional. Sin embargo, me parece oportuno volver a publicarlo tal como lo escribí entonces, habida cuenta del camino que los católicos argentinos estamos transitando en nuestra joven y todavía inmadura democracia. Espero que sean útiles. 

***

Parecen ser tiempos tormentosos para la relación institucional Iglesia-Estado. Es bueno, entonces, reflexionar sobre cuestiones de fondo. Es el aporte que pretendo hacer con este artículo. Quisiera centrar la atención en el principio de la laicidad, tal como hoy lo comprende y expone la Iglesia católica.

1. La expresión: “sana y legítima laicidad” proviene de Pío XII (1958). El Papa Benedicto XVI ha abordado el tema en repetidas ocasiones. A fin del año pasado lo hizo ante un grupo de juristas italianos, reconociendo el deber de los cristianos de contribuir en la elaboración del concepto de laicidad. En su reciente viaje a Brasil, afirmó: “El respeto de una sana laicidad -incluso con la pluralidad de las posiciones políticas- es esencial en la tradición cristiana auténtica”. No ha sido fácil a la Iglesia arribar a semejante valoración. Compárese la encíclica “Vehementer nos” de San Pío X ante la ley de separación Iglesia-estado en Francia (1906), y la Carta de Juan Pablo II en el centenario de dicha ley (2005). Sin desconocer las profundas raíces anticatólicas que gestaron estos hechos, se ha pasado de una negación rotunda a una valoración más matizada de la laicidad, ofreciendo incluso elementos para una definición.

2. Este cambio de paradigmas ha sido obra del Concilio Vaticano II (1962-1965). Lejos de significar una ruptura, le ha permitido a la Iglesia católica una posesión más genuina y un auténtico progreso en la comprensión de su tradición. ¿En qué sentido? Ha afirmado explícitamente la autonomía y mutua cooperación Iglesia-Estado, y la legítima autonomía de la sociedad y de las realidades terrenas. Ha recordado también que la misión de la Iglesia, siendo eminentemente religiosa, tiene un alcance que llega a tocar toda la vida de la sociedad, su cultura y su organización.

A mi criterio, el fundamento doctrinal más importante que el Concilio ha ofrecido al principio de laicidad ha sido su último y más encendido debate: la cuestión de la libertad religiosa y la Declaración “Dignitatis humanae”. Allí leemos: “Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”. (nº 2).

Este es -en mi opinión- el núcleo de la doctrina católica sobre la “laicidad”. La dignidad del hombre como persona y de su conciencia como apertura a la verdad y a Dios, condición última para la libertad.

3. A la luz de todo esto, ¿cómo delimitar el contenido de la laicidad desde el pensamiento católico? La primera delimitación surge de preguntar por el valor de las religiones en la vida social. Si, por cualquier razón, se las considera como un elemento más o menos nocivo, la laicidad resultante tenderá a excluir cualquier referencia religiosa en la vida pública, relegándola al ámbito privado. Es el laicismo, como “hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas” (Benedicto XVI).

En realidad, el concepto de laicidad contiene un elemento de negación: la no-intromisión del estado en la conciencia personal y en la vida de la Iglesia; pero también, la no-intromisión de la Iglesia en ámbitos que no son de su competencia.

4. Hay además un elemento positivo en el concepto. En su carta al Episcopado francés, Juan Pablo II señala que la no intromisión del Estado en asuntos religiosos “permite que todos los componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la comunidad nacional.” En un Discurso al Cuerpo diplomático añade además otra consideración: “en una sociedad pluralista, la laicidad es un lugar de comunicación entre las diversas tradiciones espirituales y la Nación”.

Laicidad significa autonomía del estado de la esfera religiosa, no de la ley moral. Por el contrario, la formación de las personas, la vida en sociedad y la misma democracia requieren un sólido fundamento humano, ético y espiritual. El estado es laico. La sociedad, en cambio, es rica en expresiones espirituales y de fe en Dios. Esto es clave. Laicidad significa hacer lugar a esta riqueza. Es el desafío de “vivir juntos” en una casa común, hombres y mujeres diversos

5. ¿Cómo se realiza en concreto este espacio de encuentro entre la Nación y las tradiciones espirituales de la sociedad? Señalo tres aspectos: 1) el derecho-deber de la Iglesia de hacer oír su voz en los grandes debates éticos (la vida, la familia, la educación, la justicia, el bien común), apelando a la razón y a lo que es propio de la condición humana; proponiendo -no imponiendo- su visión del hombre; 2) la tarea de la formación de la conciencia de sus fieles, especialmente de los laicos en la vida pública para servir al bien común; y, lo más importante, 3) su propia y específica misión evangelizadora, pues ésta tiene un alcance que toca toda la vida de las personas; no se puede minimizar el alcance social que tienen gestos religiosos tan sencillos como enseñar a rezar el Padre nuestro o el Ave María; a cumplir los Diez mandamientos; o la opción preferencial por los pobres a imagen de Cristo que se hizo pobre. Este ha sido, es y será el aporte de más largo alcance que la Iglesia realice a la sociedad.

Así, todos los credos requieren que se reconozca explícitamente su libertad para organizarse de acuerdo a sus propios principios, y a desarrollar todas las actividades propias espirituales, culturales, educativas y caritativas y, así, aportar a la vida ciudadana.

6. ¿Tiene la Iglesia católica preferencia por la forma del estado confesional, por encima de otros modos de organizar la relación religión, estado y nación? ¿Busca que la fe católica sea religión de estado? A la luz de lo expuesto, creo que la doctrina del Concilio Vaticano II busca asegurar algunos principios y valores fundamentales: libertad, autonomía y cooperación Iglesia-Estado, por una parte; libertad religiosa y de conciencia para todos los ciudadanos, por otra. La determinación de una forma concreta es una decisión que no compete directamente a la Iglesia. Ella reconoce aquí un límite objetivo a sus competencias específicas. No posee título alguno para expresar preferencia por un sistema u otro (cf. la encíclica “Centesimus annus” de Juan Pablo II, nº 47). Es también doctrina de la Iglesia católica que, “en virtud de sus vínculos sociales y culturales con una Nación, una comunidad religiosa pueda recibir un especial reconocimiento por parte del Estado: este reconocimiento no debe, en modo alguno, generar una discriminación de orden civil o social a otros grupos religiosos” (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nº 423). En este marco se encuadra -a mi criterio- la legitimidad del artículo 2º de la Constitución Nacional: “El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”.

En suma: muchos aspectos concretos de la relación religión-sociedad, Iglesia-Estado quedan sujetos a un juicio prudencial que tenga en cuenta el ideal señalado (libertad de conciencia; autonomía y cooperacón Iglesia-Estado) y las diversas circunstancias de lugar y tiempo, así como la historia, cultura y genio concretos de cada pueblo. De hecho, la Iglesia ha existido y existe en estados laicos o confesionales, concordatarios, ateos o francamente hostiles. La conveniencia de un modelo concreto es de libre discusión pública. La Iglesia puede hacer oír su voz, sin pretender zanjar la cuestión. Solo pide libertad efectiva para realizar su misión.