Hace pocos días entré en la era de los veinteañeros y empecé a reflexionar sobre qué factores han influido a lo largo de mi vida. Desde luego, uno de los más importantes fue el IRC.
El IRC fue uno de esos “iconos” que formaron parte de mi vida. Darle doble click se convirtió en un placer, en una rutina. Llegaba a casa y lo primero que hacía era buscar el maldito programita.
Lo descubrí por casualidad una tarde de otoño. Llovía, hacía frío y no tenía nada que hacer. Pasé la tarde hablando con otras personas en tiempo real mediante el ordenador. Aquello era estupendo. A los pocos días se repitieron las mismas circunstancias y decidí volver a conectar.
Al cabo de unas semanas ya tecleaba más rápido que mis amigos. Empecé a ignorar a la gente que físicamente me rodeaba: familia, amigos y amigas… Apenas salía. Mi tiempo libre era única y exclusivamente para el IRC. Ya estaba entre las garras del IRC. Allí podía ser yo misma o podía ser quien yo quisiera en ese momento, y por eso me gustaba.
En aquella época –hablo de hace casi diez años- esto de poder conectarte a Internet y poder utilizar el teléfono a la vez no se estilaba. A veces, cuando llamaban a casa, Internet se desconectaba y me entraban unas ganas salvajes de matar a quien había llamado. Cuando querían realizar una llamada tenía que “cortar” el IRC unos minutos. Eso me cabreaba profundamente. Si se estropeaba el ordenador o Internet no funcionaba llamaba a alguien a que me lo “arreglara”. Yo no sabía de ordenadores. No podía vivir sin el IRC. Pensaba que era lo mejor que me había pasado en la vida.
En el IRC era libre. Aquellos nicks no te exigían nada. Mi físico no importaba, ni tampoco la edad, ni mi ideología. Era el lugar idóneo para la gente como yo. Era mi vida. Mi segunda vida era la vida “real”. Pasaba horas allí, escribiéndole a gente que conocía mucho más –o eso creía entonces- que a mi compañera de clase. Cuando saltaba el notify una sonrisa aparecía en mi cara. Cuando ese nick me abría un query me ponía nerviosa y no sabía qué escribirle. Allí también sentía. Allí era todo como en la vida “real”, pero mucho mejor.
Algunos nicks resultaron ser gente de carne y hueso al cabo de los años. Otros acabaron entrando en mi vida y quedándose en ella. El resto quedaron sepultados en las entrañas del IRC y nunca supe nada de ellos. Algunos de esos que quedaron sepultados me los he encontrado hace poco en la vida real; tenían nombre y apellidos, y resultaron ser uno de esos nicks con los que había compartido horas y horas y me habían visto crecer.
Para mí, el IRC fue mi vida, y estoy segura que para todos aquellos nicks también lo fue. Yo estuve allí. Yo maduré allí.
Mi obsesión durante aquellos años era encontrar a gente de mi edad –era raro encontrar por allí a algún crío de doce años-. Entonces los chats no eran como ahora. Casi nadie tenía Internet, era tan sólo un vicio, un lujo.
Yo fui adicta al IRC y en aquel momento estuve dispuesta a que el IRC formara parte de mi vida. Hoy en día todavía forma parte de ella. Era otra época.
A los pocos años de estar utilizando el IRC descubrí el Messenger –algo que a mí me dejaba fascinada-. A los pocos meses, mi mejor amiga –en aquel momento- se puso Internet. Yo me quedé atónita cuando me di cuenta que podía hablar con ella por medio del ordenador. Y también podía verla a través de una cámara web. Era alucinante.
Ahora no llamo por teléfono, sino que me conecto al Messenger para ver quién hay, pues casi todo el mundo –por no decir todo- tiene una cuenta de Messenger.
Hoy en día el que no utiliza Messenger es un bicho raro. ¿Qué pasará dentro de unos años?