Vengo de darme un paseo por tierras charras y extremeñas.
Hace ya años llegué a la conclusión que no merecía la pena perder el tiempo intentando visitar parajes al Sur del Tajo. Tras este viaje, con enorme tristeza, debo extender mi prevención a tierras más allá del padre Duero, en la falda Norte del escalón asimétrico que forma el Sistema Central. El mal se extiende sin oposición ni freno (y aún jaleado por mucho imbécil progre que pretende inútilmente caer simpático en el rural, con su sacralización de la vida rural y la ganadería extensiva).
Y no me malinterpretéis, no es que esas tierras carezcan de interés, me duele más bien por lo contrario.
En breve: es absurdo ir a conocer unos montes limitados por enormes vallados, en que los caminos son privados y la única vía pública es una carretera que discurre durante kilómetros y kilómetros flanqueada por malla de alambre.
La gente del lugar, acostumbrada culturalmente a aceptar la servidumbre de la distribución de la tierra latifundista, ven esta aberración como algo natural. Nada ni remotamente parecido he visto en ningún lugar de Europa.
España, en su mitad Sur pero no sólo, es un campo de concentración. Un territorio compartimentado con alambradas que hacen del territorio un redil de proporciones descomunales, o una galería de tiro para ricachones.
Conste que barreras siempre hubo, pero eran muros bajos de piedra seca, lo justo para evitar que las vacas u ovejas se dispersasen, pero no limitaban los movimientos de la fauna salvaje. Pero apareció el maldito alambre de espino, y ahora directamente las mallas de alambre que impiden el paso de cualquier bicho más corpulento que un sapo.
Ponerle puertas al campo, compartimentarlo con alambradas, es un crimen ecológico que impide la existencia de los grandes herbívoros y carnívoros salvajes al impedir sus desplazamientos. Como es, de hecho, su finalidad manifiesta: contener al ganado doméstico o a las especies cinegéticas criadas en cautividad e impedir la entrada de sus predadores. De tal forma que el propietario las puede abandonar y desentenderse, comodidad para el ganadero que aspira a un monte profiláctico, desprovisto de peligros y amenazas para sus reses.
Es lo mismo que podemos decir del eucalipto en el noroeste peninsular. Mal está hacerlo en una extensión de terreno, pero hacerlo a una escala que ocupa todo un territorio es una astracanada, una barbaridad ecológica que daña un bioma entero (en el caso de las plantaciones de eucalipto, lo destruye completamente). Como la guerra es al asesinato, un crimen ecológico a escala industrial.
Todo programa de gobierno que se presente como muy ecolohostias, sostenible, inclusivo y demás palabrería, que no pase por la deseucaliptización del Norte peninsular y el desalambramiento del Sur, es sólo una patochada inane. Toda organización ecologista que no tenga como labor principal cortar alambres y tirar vallados, son sólo una panda de payasos buscando el reconocimiento social de su beatitud (léase imbecilidad).
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Y cambio de partitura, para dejar claro que aquí no nos callamos nada.
La última vez que estuve en Extremadura comenté que si bien el nivel de basura arrojada al campo era alto, lo era menos de lo que acostumbro a ver en Galicia. Pues bien, en esta ocasión, al menos en la zona que media entre Béjar y Plasencia visitada, estoy francamente satisfecho de la escasa presencia de indicios de nuestra era, el plasticolítico. Incluso en vías muy frecuentadas, apenas había basura sea porque no la arrojan o porque la recogen, o la combinación de ambas. Como debe ser.
En kilómetros de vía verde, sólo un envoltorio de toallitas de alguna asquerosa ser de luz con el chumino oliendo a colonia industrial y el cerebro apestando a boñiga.
De hecho, unas semanas antes estábamos en era Val d’Aran, y un entorno sin duda magnífico estaba mancillado por una cantidad muy superior de basura, que algún cerdo bípedo arrojó y otro aún más cerdo de despacho no se preocupa en retirar. Por ejemplo, una lata de brebaje energético (hay que ser muy tonto para beber esa mierda) rotulada en francés.
Bueno, entiéndaseme bien. Cantidad superior digo comparándolo con lo que ahora nos hemos encontrado en Cáceres, o lo que habitualmente se encuentra en Catalunya. Pero a bastante distancia de lo común en Galicia (en una semana sólo vimos 6 o 7 neumáticos, una lavadora despeñada… lo que podríamos enumerar en un paseo de una tarde en cualquier concello gallego).
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