Daniel, El Humilde

Daniel, El Humilde
“Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.»

«Yo soy e1 niño.
Tú tienes mi destino en tus manos,
Tú contribuyes mucho a su éxito o fracaso,-
Dame, te ruego, aquello que produce gozo,
Instruyeme, suplico, para que sea útil al mundo.»
Mamie Gene Colé.

El Relato: (Daniel, caps. 3456)

Cada año Nabucodonosor se hacía más poderoso. Con la ayuda de Daniel llegó a ser el rey más grande de todo el mundo. Este poder causó que el rey se hiciera muy soberbio y jactancioso.

Unos de sus sabios le aconsejaron que edificara una estatua muy grande y mandara a todas las naciones y pue­blos que la adoraran. El rey quedó muy complacido con aquel consejo. Inmediatamente mandó que se edifi­cara la estatua. Se hizo una imagen de veintisiete metros y medio (no­venta pies) de alto, y la cubrieron com­pletamente de oro. El rey mandó que se hiciera en un valle cerca de Babi­lonia, en donde se podía ver desde muy lejos.

Algunos de los sabios del rey estaban celosos del poder que se les había dado a los jóvenes judíos. Ahora vieron la manera de deshacerse de ellos. Fueron y le dijeron al rey que no todos estaban adorando su estatua de oro.

El rey mandó que todo el pueblo se juntara alrededor de la estatua, y uno de sus siervos pregonó en alta voz:

«Mándase a vosotros, oh pueblos, naciones, y lenguas, en oyendo el son de la bocina, del pífano, del tamboril, del arpa, del salterio, de la zampoña, y de todo instrumento músico, os postraréis y adoraréis la estatua de oro que el rey Nabucodonosor ha levan­tado: y cualquiera que no se postrare y adorare, en la misma hora será echado dentro de un horno de fuego ardiendo.»

Entonces el rey mandó que se toca­ran las trompetas. Todos se pusieron de rodillas, es decir, todos menos tres: Sidrac, Misac y Abdénago. Estos tres se quedaron en pie y se rehusaron a hincarse. Daniel no estaba allí esa ocasión.

Los sabios inmediatamente acusaron a aquellos tres hombres delante del rey, diciéndole que los tres judíos se habían atrevido a desobedecerlo. Creyendo que habían mal entendido su mandato, el rey optó por darles otra oportunidad.

– Nuestro Dios a quien honramos -le respondieron- puede librarnos del homo de fuego ardiendo…. y de tu mano, oh rey, nos librará.

El rey se puso furiosísimo. Mandó que calentaran el horno siete veces más de lo que acostumbraban hacer. Entonces mandó que ataran a los tres jóvenes y los echaran al fuego. Tan caliente estaba el fuego que los sol­dados que los echaron adentro murie­ron a causa de las llamas.

El rey presenció la ejecución desde su carro. Vió que los tres judíos cayeron en las llamas y que sus sol­dados habían muerto. Luego llevó una sorpresa grande, porque aquellos tres que se habían atrevido a desobedecer­lo se paseaban entre las llamas. ¡Entonces vió a cuatro personas dentro del horno! Volvió a contar. Efectiva­mente, había cuatro varones dentro del horno, y uno de ellos era semejante a un Dios.

«Entonces Nabucodonosor se acercó a la puerta del horno de fuego ardiendo, y habló y dijo: Sidrac, Misac y Abdénago, siervos del alto Dios, salid y venid. Entonces Sidrac, Misac y Abdénago salieron de en medio del fuego.

«Y juntáronse los grandes, los gobernadores, los capitanes y los del consejo del rey, para mirar estos varones, como el fuego no se enseño­reó de sus cuerpos, ni cabello de sus cabezas fué quemado, ni sus ropas se mudaron, ni olor de fuego había pasado por ellos.»

Nabucodonosor honró todavía más a estos hombres. Dió un nuevo man­damiento.

«Por mí pues se pone decreto, que todo pueblo, nación, o lengua, que dijere blasfemia contra el Dios de Sidrac, Misac y Abdénago, será des­cuartizado.»

Los tres recibieron puestos más altos en el gobierno.

Pasaron los años y Nabucodonosor murió. Baltasar, un rey nuevo, reinaba en su lugar. Este nuevo rey era un rey malo,- quitó a Daniel y a sus compañeros de sus puestos, y en su lugar puso a sus amigos.

Una noche el rey hizo un banquete muy grande. Miles de príncipes y nobles estaban disfrutando de la comida y bebiendo vino. No faltó quien sugiriera que trajesen los her­mosos vasos de oro del templo de Jerusalén para beber vino en ellos. Baltasar mandó que trajesen los vasos de oro que su padre Nabucodonosor había traído de Jerusalén. En aquellos vasos sagrados bebieron en honor de sus dioses de piedra, oro y plata.

De repente el rey empezó a temblar,- cayó sobre sus rodillas. Vió una mano en la pared que escribía unas palabras que no entendía.

Cesó como por encanto el ruido en el salón. Reinó un silencio completo. Nadie sabía lo que representaban aquellas palabras misteriosas que habían aparecido sobre la pared. Los sabios no pudieron interpretar las palabras.

La madre del rey supo lo que había pasado. Entró en la sala del banquete donde Baltasar estaba sentado tem­blando entre sus amigos asustados. La madre del rey le hizo recordar la gran sabiduría de Daniel; entonces el rey lo mandó llamar.

Cuando llegó Daniel, el rey le ofreció regalos y grandes honores si interpretaba las palabras misteriosas. Daniel dijo que podía dar los honores a otro, pero que él le interpretaría las palabras.

Daniel dijo a Baltasar que había recibido aquel mensaje a causa de su iniquidad. Las palabras eran Mene, Técel, Fares.

“Mene: Contó Dios tu reino, y halo rematado.

“Técel: Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto.

“Fares: Tu reino fué rompido, y es dado a Medos y Persas.”

Baltasar colmó de honores a Daniel y le dió un collar de oro y hermosos vestidos.

Esa noche, Darío, rey de los Medos y los Persas, atacó y conquistó la ciudad de Babilonia. Baltasar murió en la batalla.

Fué durante el reinado de Darío que Daniel fué arrojado en el foso de los leones. El rey había dado una posición muy alta a Daniel, y los hombres celosos hicieron planes para destruirlo.

Estos hombres descubrieron que Daniel era muy humilde, y no dejaba de arrodillarse frente a la ventana para adorar a Dios. De modo que estos hombres sugirieron al rey que hiciera una ley decretando que ninguno había de pedir favor a ningún hombre o dios, sino al rey, por el espacio de treinta días. El ofensor había de ser arrojado a los leones.

Darío se sintió halagado por aquella sugestión y se expidió la ley. Por supuesto, Daniel supo de la ley, pero siguió arrodillándose ante su Dios tres veces al día. Ofrecía sus oraciones frente a su ventana abierta, con el rostro hacia Jerusalén.

Los hombres vieron a Daniel, e inmediatamente llevaron la noticia al rey. Darío estudió todo el día la manera de salvar a Daniel, pero llegó la noche sin poder hacer nada. No había modo de salvar a Daniel del castigo sin quebrar su propio man­dato. De modo que ordenó la ejecu­ción.

«Entonces el rey mandó, y trajeron a Daniel, y echáronle en el foso de los leones. Y hablando el rey dijo a Daniel: El Dios tuyo, a quien tú continuamante sirves, él te libre.”

Después de echar a Daniel en el foso, Darío selló la puerta para que nadie la abriera sin su permiso. Pero después de volver a su palacio, el rey no pudo dormir en toda la noche.

”E1 rey, por tanto, se levantó muy de mañana, y fué apriesa al foso de los leones: y llegándose cerca del foso llamó a voces a Daniel con voz triste: y hablando el rey dijo a Daniel: Daniel, siervo del Dios viviente, el Dios tuyo, a quien tú continuamente sirves ¿te ha podido librar de los leones?

«Entonces habló Daniel con el rey: . . . El Dios mío envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones, para que no me  hiciesen  mal: porque delante de ti, oh rey, yo no he hecho lo que no debiese.”

Darío mandó que soltaran a Daniel. También ordenó que los hombres malos que habían pensado destruir a Daniel fuesen echados a los leones,- y no habían llegado al suelo del foso aun, cuando los leones se apoderaron de ellos, y quebrantaron todos sus huesos.

Darío escribió cartas a todos sus amigos en todas las naciones relatán­doles cómo había protegido Dios a Daniel, y decretó una nueva ley en la cual se protegía a todos los judíos en su reino, dándoles facilidades para servir a Dios.

Los judíos siguieron recibiendo favores de sus reyes por muchos años. Después de Darío llegó al trono un hombre llamado Ciro. Este decretó que los judíos quedasen en libertad y volvieran a Jerusalén a edificar un templo a su Dios.

La humildad y el hermoso ejemplo que puso Daniel fueron las causas principales de que se diera este mensaje de esperanza y ánimo. Esa orden vino después de haber estado cautivos los judíos setenta años.

Caudillos de las Escrituras por Marión G. Merkley y Gordon B. Hinckley

Esta entrada fue publicada en Sin categoría y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario