El Mediador

Conferencia General Abril 1977

El Mediador

President Boyd K. Packerpor el élder Boyd K. Packer
del Consejo de los Doce


Lo que habré de decir podría decirlo mejor si estuviéramos solos, quizás dos de nosotros.  Sería más fácil si nos conociéramos personalmente, y tuviéramos la confianza mutua que hace posible hablar de cosas serias y sagradas.

Si fuera así, por la naturaleza de lo que habré de decir, os estudiaría cuidadosamente al hablar; y si notara el más mínimo desinterés o distracción de vuestra parte, cambiaría rápidamente el tema a cosas más comunes.

Que recuerde, jamás en mi ministerio he dicho nada más importante.  Pienso hablar del Señor Jesucristo, de lo que El realmente hizo y de la importancia que tiene para nosotros ahora.

Alguien puede preguntar: «Aparte de la influencia que ha tenido en la sociedad, ¿qué efecto puede tener El sobre mi’?»

Para contestar yo a mi vez pregunto: ¿Alguna vez habéis tenido problemas financieros? ¿Alguna vez habéis tenido que enfrentaras a un gasto inesperado, sin saber realmente cómo habríais de pagarlo?

Tal experiencia, por más desagradable que sea, en el esquema eterno de las cosas puede ser muy beneficiosa. Si no hemos aprendido esa lección, tal vez tengamos que aprenderla antes de que podamos llegar a la madurez espiritual, al igual que un curso que hubiéramos perdido o un examen que no hubiéramos aprobado.

Tal vez eso sea lo que el Señor haya querido decir con las siguientes palabras:

«… es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios.» (Mateo 19:24)

Quienes hayan experimentado la ejecución de una hipoteca, conocen el sentimiento de impotencia que lo invade a uno, esperando que alguien, cualquier persona venga al rescate.

Esta lección es tan valiosa porque existe una cuenta espiritual con un balance, y una fecha de vencimiento a la cual nadie puede escapar.

Para comprender esta deuda espiritual, debemos hablar de cosas intangibles tales como el amor, la fe, la misericordia, la justicia.

Aun cuando estas virtudes sean silenciosas e invisibles, no creo que sea necesario persuadimos de que son reales.  Aprendemos acerca de ellas por medio de procesos que a menudo son también silenciosos e invisibles.

Tanto nos acostumbramos a aprender mediante nuestros sentidos físicos -la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, que parecería que muchos de nosotros no pudiéramos aprender de otro modo.

Pero hay cosas espirituales que no se registran de esa forma.  Algunas de ellas sólo las sentimos; no del modo en que sentimos algo que podemos tocar, sino percibiéndolas en nuestros sentimientos.

Hay cosas espirituales que quedan registradas en nuestra mente y grabadas en nuestra memoria como conocimiento puro.  El conocimiento de «‘cosas que han sido, que son, y que pronto tendrán que verificarse» (D. y C. 88:79; D. y C. 93:24 y Jacob 4:13).

Con la misma certeza con que conocemos lo material, podemos llegar a conocer las cosas espirituales.

Cada uno de nosotros sin excepción, arreglará algún día su cuenta espiritual; ese día nos presentaremos a un juicio de nuestros hechos en la vida mortal y nos enfrentaremos a una liquidación de la deuda.  De algo estoy seguro, y es de que seremos tratados con justicia.  La eterna ley de la justicia será la medida con la que se nos arreglarán las cuentas.

La justicia ha sido representada como una mujer con una balanza en la mano, y los ojos vendados contra toda posibilidad de parcialidad o preferencias.  En la justicia no existen las preferencias ni la lástima, sólo existe la justicia misma.  Nuestra vida será pesada en esa balanza.

El profeta Alma declaró:

«… la justicia demanda al ser viviente y ejecuta la ley, y la ley impone el castigo; pues de no ser así, las obras de la justicia serían destruidas, y Dios dejaría de ser Dios.» (Alma 42:22.)

Os recomiendo la lectura del capítulo 42 de Alma.  Allí se revela el lugar que se le da a la justicia.

Quisiera relataros un cuento en forma de parábola.

Había una vez un hombre que deseaba mucho adquirir un objeto determinado, que parecía ser más importante que cualquier otra cosa en su vida; para poder adquirirlo, tuvo que endeudarse.

Se le había advertido de que no debía endeudarse de tal forma, y particularmente se le había prevenido acerca de su acreedor.  Pero parecía muy importante tener lo que deseaba y especialmente, tenerlo inmediatamente; además, estaba seguro de que podría pagarlo más adelante.

Firmó entonces un contrato por el cual habría de pagar la deuda dentro de un tiempo específico.  No se preocupó mucho acerca del hecho, ya que la fecha del pago parecía estar muy lejos en el tiempo; tuvo lo que deseaba en ese momento; y eso era lo único que le importaba.

Su acreedor no era más que un vago recuerdo; de vez en cuando realizó algunas pequeñas entregas, pensando que en realidad el día del ajuste final jamás habría de llegar.

Pero, como siempre llega, ese día llegó al cumplirse la fecha establecida en el contrato.  La deuda no había sido pagada completamente y su acreedor apareció y exigió el pagó total.

Solamente entonces comprendió que su acreedor, no sólo tenía el poder de quitarle todo lo que poseía, sino también de enviarlo a la prisión.

«No puedo pagarle porque no tengo el dinero para hacerlo», confesó.  «Entonces», dijo el acreedor, «pondremos en ejercicio el contrato, tomaremos sus posesiones y usted irá a la prisión.  Usted estuvo de acuerdo con este contrato, lo firmó voluntariamente.  Ahora debemos ponerlo en acción.»

«¿No podría extenderme el plazo o perdonarme la deuda?», suplicó el deudor.  «¿Arreglar alguna forma para que pueda mantener mis propiedades y no ir a la prisión?  Seguramente usted cree en la misericordia. ¿No la tendrá conmigo?»

El acreedor contestó: «La misericordia siempre favorece sólo a uno, y en este caso solamente le servirá a usted.  Si soy misericordioso quedaré sin mi dinero. Justicia es lo que demando. ¿Cree usted en la justicia?»

«Creía en la justicia cuando firmé el contrato», dijo el deudor.  «Entonces estaba de mi lado, porque pensé que me protegería.  Entonces no necesitaba misericordia, ni pensé que jamás la necesitaría; estaba seguro de que la justicia nos serviría igualmente a ambos.»

«Es la justicia que exige que usted pague el contrato o sufra la pena», respondió el acreedor.  «Esa es la ley.  Usted estuvo de acuerdo y eso es lo que debe ser hecho.  La misericordia no puede robar a la justicia.»

De esa forma, uno demandaba la justicia y el otro rogaba por misericordia.  Ninguno podía quedar satisfecho, excepto a costa del otro.

«Si usted no perdona la deuda no habrá misericordia», contestó el deudor.

«Pero si lo hago, no habrá justicia», fue la respuesta.

Parecía que ambas leyes no podían ser servidas al mismo tiempo.  Son dos ideales eternos que parecen contradecirse mutuamente. ¿No hay forma en que la justicia pueda ser cumplida al mismo tiempo que la misericordia?

¡Hay una forma!  La ley de la justicia puede ser satisfecha al mismo tiempo que se cumple la de la misericordia; pero se necesita alguien que interceda.  Y eso fue lo que sucedió.

El deudor tenía un amigo que fue en su ayuda.  El conocía muy bien al deudor y sabía que era hombre falto de previsión; sabía que era una locura el haberse comprometido a un negocio así.  Sin embargo, quería ayudarlo porque lo amaba.  Intercedió con el acreedor y le hizo una oferta:

«Yo le pagaré la deuda si usted libera al deudor de su compromiso para que pueda mantener sus posesiones y no tenga que ir a la cárcel».  Mientras el acreedor meditaba sobre la oferta, el mediador agregó: «Usted demandó justicia y aun cuando él no puede pagarle, lo haré yo.  Usted habrá sido justamente tratado y no podrá quejarse».

El acreedor aceptó la propuesta.

El mediador le dijo entonces al deudor: «Si yo pago tu deuda, ¿me aceptarás como tu acreedor?»

«Claro que si», exclamó el deudor. «Tú me salvas de la prisión y eres misericordioso conmigo.»

«Entonces», dijo el benefactor, «tú me pagarás la deuda a mí y yo estableceré las condiciones.  No será fácil, pero será posible.  Yo proveeré la forma en que puedas hacerlo y no será necesario que vayas a la cárcel.»

Así fue que el acreedor recibió su dinero.  Se le trató justamente, sin que hubiera necesidad de romper el contrato. El deudor a su vez, recibió misericordia.  Ambas leyes habían sido cumplidas por la situación de un mediador.  Se había cumplido con la justicia, y la misericordia quedó totalmente satisfecha.

Cada uno de nosotros vive en algo así como en un crédito espiritual.  Algún día se cerrará la cuenta y se nos demandará el pago del saldo.  Cualquiera que sea el modo en que lo veamos ahora, cuando ese día llegue y se haga inminente el cierre de la cuenta, miraremos ansiosamente a nuestro alrededor buscando alguien que nos ayude.

Por ley eterna, la misericordia no puede ser extendida a menos que exista alguien que esté dispuesto y pueda hacerse cargo de nuestra deuda, que pague el precio y al mismo tiempo arregle los términos de nuestra redención.

A menos que haya un mediador, a menos que haya un amigo, deberá recaer sobre nosotros el peso total de la justicia.  El precio total de cada transgresión, por pequeña o grande que sea, será balanceado y presentado sin que podamos evitarlo.

Pero sabed esto: La verdad, la gloriosa verdad proclama que existe un Mediador.

«Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre.» (1 Timoteo 2:5.)

Mediante El se puede extender la misericordia a cada uno de nosotros, sin temor a ofender la eterna ley de la justicia.

Esta verdad es la raíz misma de la doctrina cristiana.  Mucho podéis saber del evangelio al ramificarse desde allí, pero si solamente conocéis las ramas y esas ramas no tocan la raíz, si han sido cortadas del árbol de esa verdad, no habrá vida, ni substancia, ni redención en ellas.

El alcance de la misericordia no será automático.  Se hará mediante convenio con El y de acuerdo con sus términos, sus generosos términos, e incluye el esencial bautismo por inmersión para la remisión de los pecados.

Toda la humanidad puede ser protegida por la ley de la justicia y a cada uno de nosotros, en forma individual, se le pueden extender las bendiciones redentoras y senadoras de la misericordia.

El conocimiento de lo que estoy hablando es de un valor muy práctico.  Es sumamente útil y personalmente de gran ayuda; y abre la vía para que cada uno de nosotros mantenga paga su cuenta espiritual.

Tal vez algunos de vosotros os encontraréis entre los turbados.  Cuando os enfrentáis con vosotros mismos en esos momentos de tranquila meditación que muchos de nosotros tratamos de evitar, ¿hay acaso algo inquietante que os preocupe?

¿Tenéis algo que os moleste en vuestra conciencia? ¿Continuáis de una forma u otra siendo culpables de algo pequeño o grande?

A menudo tratamos de resolver los problemas de culpabilidad diciéndonos unos a los otros que no importa.  Pero en lo más profundo de nuestro ser no lo creemos.  Tampoco nos creemos a nosotros mismos cuando nos lo decimos. ¡Claro que importa!

Nuestras transgresiones son agregadas a nuestra cuenta y algún día, si no las tratamos adecuadamente, cada uno de nosotros será pesado en la balanza, que se inclinará para nuestra desventaja.

Hay un Redentor, un Mediador, que está dispuesto y puede satisfacer las exigencias de la justicia y extender misericordia a los penitentes.

«. . . El se ofrece a sí mismo en sacrificio por el pecado, para satisfacer las demandas de la ley por todos los quebrantados de corazón y contritos de espíritu; y por nadie más se responde a los requerimientos de la ley.» (2 Nefi 2:7.)

El ya logró la redención de toda la humanidad, de la muerte terrenal; gracias a El, la resurrección se brinda a todos sin condiciones.

El también ha hecho posible la redención de la segunda muerte, que es la muerte espiritual, o sea, la separación de la presencia de nuestro Padre Celestial.  Esta redención sólo la logran los limpios, porque nada sucio puede morar en la presencia de Dios.

Si la justicia decreta que no somos elegibles por causa de nuestras transgresiones, la misericordia provee una prueba, una penitencia, una preparación para que al fin podamos entrar.

He sentido un fuerte deseo de dejaros mi testimonio del Señor Jesucristo.  He anhelado deciros, en los términos más simples, los sentimientos que tengo por lo que El significa, por lo que El hizo y por lo que El es.  Aun cuando sé el escaso valor que pueden tener las palabras, también sé que tales sentimientos se comunican por medio del espíritu, aun sin palabras.

A veces, me debato bajo el peso de las imperfecciones.  No obstante, porque sé que El vive, existe en mí una suprema felicidad y un gozo constante.

Hay un aspecto en el cual soy especialmente vulnerable.  Cuando sé que he abusado de alguien, o que le he causado pesar, o que le he ofendido, es entonces cuando comprendo lo que significa la agonía.

Cuán maravilloso es entonces tener la seguridad de que El vive, y reafirmar mi testimonio.  Con ferviente deseo quisiera demostramos cómo podemos poner ante El nuestra carga de pecado, culpabilidad y desengaños y, aceptando sus generosos términos, ver que cada partícula de la cuenta quede marcada: «Pago en su totalidad».

Con mis hermanos del Consejo de los Doce proclamo ser un testigo de El.  Tanto mi testimonio como el de ellos son verdaderos.  Amo al Señor y amo al Padre, quien lo envió.

Quisiera finalizar con las profundas e inspiradas palabras que escribió Elisa R. Snow:

De corte celestial
Cuán gran amor mandó venir,
A Cristo, nuestro Salvador
Al mundo a morir.
Su sangre libre derramó
Su vida libre dio.
Su sacrificio de amor,
Al mundo rescató.
Por obediencia a su Dios,
El premio El ganó.
«Oh Dios tu voluntad haré»,
Su vida adornó.
La senda de verdad marcó,
Con toda claridad;
La luz y vida que sin fin,
Reflejan la verdad.
(Himnos de Sión, No. 168.)

En el nombre de Jesucristo.  Amén.

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Una respuesta a El Mediador

  1. Rosemary dijo:

    Greeat post thank you

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