El machete entre los dientes

A éste los veranos le cogen que no sabe si meter en la maleta la ropa de invierno o de verano, si las palas o las espinilleras, que si el paraguas o el bañador. Pero en Coruña aún no se había ni propuesto descongelar el refrigerador y el FIFA14 no bajó a comprarlo porque a Carlos Marchena estos pasatiempos modernos le parecen de niñatos de la sub-19, deseando que acabe el partido para sacarse una foto en la cabina del avión y meterla a Instagram. Y eso a él se la trae al pairo, o peor aún, lo devuelve a algún verano de Las Cabezas de San Juan, a una mesa de bar rezando porque llegue la fresca y tocar balón o espinilla, con unos naipes raídos en la mano y palillo entre los dientes, que si no fuera por el 35% de paro veríamos un retrato perfecto del lejano oeste y a Marchena en el papel de sheriff de permiso.

Y todo va en la sonrisa. En la sonrisa de hijo de meretriz. Olviden la dulzura, Marchena si abre la boca es para enseñar los dientes, casi como recurso literario de uno al que no le apetece hablar pues se sabe esclavo, en este país de portada y portería, de cada fonema. Sonrisa como vía de escape del que acaba de intentar quitarle una legaña al delantero con el codo y es más listo que aquel Juanma que levantaba los brazos con circense gesto infantil para decir que él no había empezado la riña. A éste le sobran escuelas y pasantías y ya lo único que se otorga cuando no quiere conceder ni una palabra (porque sabe que ninguna palabra podrá salvarlo) es cerrar esa sonrisa carente de todo tipo de empatía y poner un gesto serio, maduro, con tanta seguridad en sí mismo que a veces parece que el árbitro busca su mirada de aprobación para preguntarle intranquilo si puede continuar con el encuentro.

En esa sonrisa franca de Marchena se ahogaron mil naves y otras tantas rodillas. Arizmendi lo vigila desde una esquina del vestuario y aún se pregunta cómo no le descorchó la cabeza hace ocho años, que como pudo dar un golpe tan preciso y que todo siguiera en su sitio y precisamente por eso fue, quizás, que lo pillaron.

Tiene las gónadas peladas, no por coquetería si no porque hasta el pelo le saltó de la mala hostia. Tanto daño quiso hacer que hasta se convirtió en talismán cuando llevábamos años pensando que todas esas victorias ante San Marino o Malta eran porque Su Alteza Real se dejaba caer por el palco. Tanto daño quiere hacer el sevillano como tanto amor acaba provocando. Ahora que nos rasgamos las vestiduras con tanto seny, tanto savoir faire, fair play y demás bullshit del fútbol moderno, nos olvidamos de que el fútbol se inventó para saber cuál de los dos pueblos de mierda colindantes tenía a los habitantes con la chorra más larga. De esta estirpe de la bronca, de la pillería barata y del tocar los testículos ajenos con voluntad y premeditación (que románticamente salva un Diego Costa admirable en esta generación) nos parió con dolor el estado a este Carlos Marchena al que ves como clava la cabeza desde un córner en una carambola al gol y busca la mirada de todos los contrarios mientras vuelve a su campo a paso adagio y el público se extasía, gritándole y amándole a la vez, pues a los rivales a los que más se adora es a aquellos que ves que usan las cloacas de la cancha para colarse hasta la portería o para esconder los cadáveres, los que mandan callar, los que meten la pierna o la mano en el punto muerto de visión del árbitro. En la biografía que le escribirán a Iago Aspas se reconocerá que fue Marchena quien le tiró un besito desde el suelo y que veinte años más tarde en su ranchito de Moaña aún no podrá explicar cómo cayó en el embrujo.

Está ahora mismo conectando el deshumidificador, que aún no se ha hecho a estas latitudes y eso que viene por el jornal, por dar las gracias, porque si el Deportivo le buscaba cuando estaba en la élite, ahora siguió confiando en él, como quien se va con una exnovia gordita diez años más tarde porque se acuerda de lo bien que se movía en la cama y con esta decisión arriesgada logra pegarse los polvos de su vida. Viene por menos de lo que merece porque a Carlos Marchena, con tener un balón y la posibilidad de hacer el mal durante 90 minutos con él, el resto le da absolutamente igual.

Saltaba al campo ante el Alcorcón entre bufidos de una grada que más que el fútbol le gusta desconfiar. Otros aplaudían a rabiar y los titulares escupían a la mañana siguiente: «no se pasen, no le aplaudan de más». Aplaudir de más, claro. Lo que había que hacer con Marchena es ir a buscarlo a la salida con un fajo de billetes y números de teléfono y decirle que esa noche ya tiene todo pagado desde la calle de la Torre hasta el puente del Pasaje, que vaya preparando hígado, nariz y pene y luego dejarle que te mire a los ojos con condescendencia de sheriff saliendo del Saloon, que maneja el machete como los indios a los que dispara, y te diga «mira chaval, a Noé le vas a enseñar tú lo que es la lluvia» y te firme un autógrafo en un billete de cien mientras no cierra la sonrisa ni a tiros.

«¿Tú y cuántos más, tolai?»

4 pensamientos en “El machete entre los dientes

  1. Pingback: Dépor – Mallorca, J14 | mataderoBonnissel

Atropella a alguien.