Revista Conexos

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El mensajero

JOSÉ PRATS SARIOL

 

A Harold Lamb

 

Cuando recibió la noticia de que había llegado un emisario del Califa, ordenó que se lo trajeran de inmediato. Sopesó lentamente la figura flaca y abochornada de pelo ensortijado. Le conminó, con un ademán, a que soltara la lengua. Pero entonces las palabras cascadas del supuesto mensajero le resultaron inverosímiles, le sonaron a trampa. Tal vez se trataba de un truco, otro más, de la desesperación persa por sobrevivir a sus huestes.
  Exigió el Khan que el emisario polvoriento repitiera letra a letra el lejano mensaje y otra vez más, enseguida, sin quitarle la vista de la boca, ligeramente torturada por una deformación que le oprimía el labio superior. La autenticación apenas tenía en esos momentos algunas huellas confirmatorias. Pero cada una de ellas se estrellaba contra la insólita bondad que contenía. Era muy raro que el anzuelo picara tan hondo, se hubiese clavado tan adentro.
  La suspicacia permanente del Khan se abrió en ardides misteriosos, como la piedra de la Kaava en La Meca, ese meteorito negro bajo el tapiz de terciopelo que sus enemigos veneraban. La promesa de libre tránsito, provisiones, neutralidad, yacía sobre el piso de cuero curtido de la tienda Mongol, entre la voz ligeramente torturada del emisario y los oídos de viejo conspirador del Khan omnipotente.
  La espesura del silencio le hizo ver al mensajero que había llegado el instante de ofrecer la prueba definitiva. Con el mismo timbre cascado, sin que la tonalidad subiera ni una nota, brindó la información. Inmediatamente el Khan ordenó que buscaran una navaja de aguzado filo. Mientras uno de los guardianes mojaba los pelos ensortijados, el que había traído la navaja procedía rabiosamente a rasurar el cráneo. A los pocos minutos la cabeza, salpicada de sangre, dejaba ver las letras que con un punzón de fuego le habían escrito en el cráneo oliváceo.
  El Khan, sin poder aguantar el desboque de su curiosidad, se acercó de prisa a verificar si el mensaje era el mismo. Pero no pudo. Aún avanzaba por los signos cuando sintió en el lado izquierdo del pecho, a la altura de la tetilla, un pinchazo tenebroso. En nada el mensajero se había extraído del cielo de la boca una aguja, le había quitado el taco de cera que la sostenía cubriéndole la punta, y de un salto breve, bien ensayado, procedía a cumplir su verdadera misión.
  Mientras la cabeza rodaba con sus letras sobre el cuero curtido y el cuerpo daba los últimos espasmos, el Khan fue conducido hasta su silla. Pronto los calambres fueron adormeciéndole el brazo izquierdo, envenenándole la sangre. Pronto sintió que los latidos comenzaban una aceleración enloquecida, como los golpes de la caballería mongola en el campo de batalla. Trató de decir algo, pero la voz ya no respondía a sus órdenes. Sólo pudo pensar, en el minuto eminente, la maravilla del ardid persa, digno de su jerarquía, y una leve sonrisa acompañó la caída. Una sonrisa tan enigmática como la piedra de la Kaava.

 
(Desde Aventura, North Miami Beach, verano y 2017)
 

José Prats Sariol
(Foto cortesía del autor)


 

José Prats Sariol: Crítico literario, novelista y profesor universitario. Ha publicado los libros: Erótica (1988), Cuentos (2007), Mariel (1997, 1999), Las penas de la joven Lila (2004), Guanabo Gay (2005) y los libros de ensayos Criticar al crítico (1983), Estudios sobre poesía cubana (1988), Fabelo (1994) y No leas Poesía (2007).

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Esta entrada fue publicada el 22/07/2017 por en Narrativa.