Las tentaciones

Jesús cruza el Jordán, va hacia Oriente. Allí está el desierto. Una llanura de sal que reverbera, sembrada y rodeada de rocas cretáceas y picos calcáreos, frecuentada por águilas y chacales. También, por alguno hombres: ermitaños y ascetas sienten predilección por estos parajes desolados. Los adversarios del poder también buscan refugio aquí, a veces.

Para los judíos, el desierto tiene dos caras. Es un lugar vacío en el que el hombre, lejos de las distracciones y obligaciones del mundo, puede encontrar a Dios más fácilmente, como Moisés, durante el Éxodo, el regreso de Egipto del pueblo exiliado. En aquel momento, el Altísimo manifestó su bondad, su benevolencia al pueblo elegido derramando sobre él el maná, «una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha», para su alimento.

Pero el desierto presenta también una cara sombría, la de un lugar maldito, «tierra de luto», en el que no se encuentran «ni viñas, ni higueras, ni granados, y donde ni siquiera hay agua para beber». Los animales huyen de esta desolación. Desierto rima con muerte, con maldición. Y con demonios. Es el lugar de la tentación, del combate espiritual.

Era normal que Jesús, después de la experiencia mística del bautismo, de la visión, de la impresión recibida, sintiera necesidad de meditar, de retirarse al desierto. No hay razón para dudar de ello. Pero lo que allí ocurrió, según los Evangelios de Mateo y de Lucas (que también nos han dejado los Evangelios de la infancia), ya es más misterioso.

Jesús permanece cuarenta días y cuarenta noches en este lugar, en ayuno y oración. Cuarenta: otra cifra que no es elegida al azar. La encontramos en muchas leyendas antiguas y en los ritos funerarios de muchos pueblos africanos o asiáticos. Buda y Mahoma empiezan su predicación a los cuarenta años… Ciñéndonos a los judíos, las aguas del diluvio cubrieron la tierra cuarenta días, David y Salomón reinaron cuarenta años cada uno, Moisés estuvo cuarenta días y cuarenta noches en el monte Sinaí… Tal cúmulo de símbolos tiene que alertarnos. Sin duda, entramos en un terreno más literario que histórico.

El diablo empieza por proponerle que convierta las piedras en pan, para que demuestre que tiene origen divino. A lo que Jesús responde que «no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios», una conocida cita bíblica del Deuteronomio. Pero el diablo porfía (típico en él, más pesado que un collar de melones) y lo lleva a la cúspide del Templo (desde donde se domina el fondo del valle del Cedrón situado a unos ciento cincuenta metros por debajo) y lo desafía a arrojarse al suelo, porque, le dice, está escrito  que «Él (Dios) a sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que no tropiece tu pie contra una piedra». El diablo conoce las Escrituras, porque con estas palabras hace referencia a un salmo. Y Jesús le responde con otro extracto del Deuteronomio: «No tentarás al Señor tu Dios». Tercera tentativa: el diablo, perseverante él, lleva a Jesús hasta la cumbre de un monte muy alto «y mostrándole todos los reinos del mundo y la gloria de ellos» se los ofrece a cambio de que se arrodille ante él. A lo que Jesús responde con el célebre «¡Apártate Satanás!», (Vade retro, Satanas), apoyándose en otra cita del Deuteronomio: «Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo darás culto».

La abundancia de citas bíblicas confirman lo que las cifras nos hacía intuir: se trata, efectivamente, de una especie de parábola. Por otra parte, dado que de esta triple tentación en el desierto no hubo testigos, hubiera tenido que revelarla el propio Jesús. Ahora bien, cuando habla Jesús, los evangelistas así lo indican. Y en este caso se lo callan.

¿Significa esto que este relato, agregado posteriormente como los Evangelios de la infancia, carece de toda base histórica? No. Si Mateo y Lucas hablan de ello tiene que ser porque algo hubo, tal y como confirma el Evangelio de Marcos («Y fue tentado por Satanás») y porque quieren insistir en la naturaleza humana de Jesús.

También desean, al parecer, responder a las acusaciones de los fariseos, que le reprochan su connivencia con «Belcebú, el príncipe de los demonios».

En definitiva, los evangelistas quieren iluminar lo que viene a continuación, como en un prólogo: esto es lo que Jesús no quiere ser, lo que no debe ser.

En primer lugar, no quiere ser un mago. Se puede decir que, en aquel tiempo, en Israel, los milagreros andaban por todas las esquinas. También Jesús hará milagros, según dicen los Evangelios; pero, siempre, con reticencia. Él no ha venido para esto. No quiere demostrar nada con milagros, a pesar de que varias veces se siente tentado, y de que todo su entorno ve en ellos pruebas y señales. Más adelante, Pablo escribirá a los corintios que «pedir milagros» es un rasgo permanente de los judíos. Nosotros podríamos añadir que es un rasgo de la mayoría de los mortales, aun hoy. Con esto se deja, pues, sentado un principio, aunque sea a posteriori y por Mateo y Lucas, y no decidido previamente por Jesús: su estrategia no pasará prioritariamente por el milagro, por lo prodigioso, sino por la palabra; es decir, Jesús se dirige ante todo a la inteligencia de sus interlocutores.

En segundo lugar, no quiere ser un rey. Esto era precisamente lo que los judíos esperaban del Mesías. Muchos de ellos esperaban incluso que suplantara al emperador romano y extendiera su poder sobre todo el universo. La negativa es tanto más fácil para Jesús por cuanto que la realeza que se le ofrece implica vasallaje, sumisión al diablo (¿Significa esto que, a los ojos de los evangelistas, todo poder terrenal tiene algo de diabólico? Es una pregunta insoslayable).

Finalmente, puede darse a la triple tentación otra interpretación: no es Jesús el que, meditando y orando en el desierto, decide lo que no quiere ser; es el Altísimo el que le revela lo que debe ser y lo que debe hacer. En este caso, el paso por el desierto constituye una nueva etapa, después de la del bautismo, del anuncio que se hace a Jesús, y amplía, aunque sin acabarla todavía, la revelación de su personalidad real y de los medios de ejercer su misión. Pero esta misión no la realizará Jesús solo.

Referencias: “JESÚS” – Jacques Duquesne

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